"Si lo que
está ocurriendo en el país sudamericano sucediera en cualquier otro
país, la respuesta de la opinión pública mundial sería muy distinta.
Cuando todo acabe, quienes han callado quedarán en evidencia"
POR:ENRIQUE KRAUZE.
Si la gravísima crisis económica, social, política y moral que hoy
vive Venezuela estuviese ocurriendo en cualquier otro país
latinoamericano (que no fuera Cuba, que la vive desde hace décadas),
¿sería distinta la reacción continental? Respuesta inmediata: por
supuesto que sería distinta. Habría manifestaciones en las calles,
protestas ante las embajadas, cartas abiertas de intelectuales, ríos de
tinta en los periódicos, seminarios académicos, declaraciones
condenatorias en la OEA y un tsunami de repudio en las redes sociales.
¿Por qué no hay una respuesta vagamente similar en el caso venezolano?
Ante
todo, por el cinismo pragmático de los Gobiernos de la región que,
hasta hace poco, se limitaban a expresar su “honda preocupación”. En
fechas recientes algunos Parlamentos y Gobiernos (entre ellos el
mexicano) han dado muestras de solidaridad con la Venezuela mayoritaria
que busca la libertad, pero son todavía actos aislados.
Tampoco contribuye la naturalidad con que Estados Unidos trata al
régimen dictatorial cubano. El restablecimiento de relaciones ha sido un
acto de sensatez y realismo que dará frutos a largo plazo, pero pudo
haberse acompañado de un señalamiento más claro sobre el terrible estado
de las libertades y los derechos humanos en Cuba y, de manera
tangencial, en Venezuela. Al no haber ese deslinde, las timoratas
democracias latinoamericanas se sienten aliviadas.
Pero hay un motivo adicional. La protesta en torno a Venezuela es
débil porque contra ella opera un antiguo chantaje ideológico: denunciar
lo que hace un régimen “de izquierda” es, supuestamente, un acto “de
derecha”. Por eso la mayoría guarda silencio. Los demócratas
latinoamericanos hemos vivido sujetos a ese chantaje desde la célebre
declaración de Fidel Castro en 1969: “Con la Revolución todo, contra la
Revolución nada”. Al menos tres generaciones de intelectuales han
obedecido la consigna. Todo lo que era favorable a la Revolución y sus
avatares (desde el guevarismo hasta el chavismo) pertenecía al
territorio puro de “la izquierda”, corriente que representa al “pueblo”.
Todo lo que se oponía a la Revolución (incluida la democracia, enemiga
absoluta del militarismo) pertenecía al territorio turbio de “la
derecha” que encarna al “no pueblo”.
El chantaje ha funcionado. Disentir de esa corriente, aún hegemónica
en América Latina, cuesta. Hubo excepciones que confirman la regla.
Todavía en los años setenta, un liberal puro, como el gran historiador
mexicano Daniel Cosío Villegas, podía criticar a las dictaduras
militares del cono sur, lo mismo que al régimen de Castro y aun al de
Salvador Allende, sin ser considerado “de derecha”. Pero Cosío Villegas
murió en 1976, justo cuando el militarismo genocida comenzó a
entronizarse en varios países latinoamericanos para reprimir la nueva
ola revolucionaria que estalló en la región. Entre esos dos extremos
violentos —los gorilas y las guerrillas— las voces democráticas
y liberales quedaron confinadas a los márgenes. En los años ochenta,
con el triunfo del sandinismo y el ascenso de las insurgencias en
Centroamérica, pasaron a formar parte de “la derecha”.
A pesar de todo, esas voces fueron ganando las conciencias. La crisis
de los socialismos reales, la caída del muro de Berlín, la desaparición
de la URSS y la conversión de China al capitalismo de Estado anunciaron
la posibilidad de un cambio. La región pasó del militarismo a la
democracia. En México, por ejemplo, intelectuales prominentes que
defendieron por décadas al régimen de Fidel Castro se atrevieron poco a
poco a criticarlo. Pero con el advenimiento de Hugo Chávez y su
“Revolución Bolivariana” el maniqueísmo tomó nuevos bríos, ya no con el
fundamento de una ideología marxista sino de un liderazgo populista:
“con el líder todo, contra el líder nada”. Y el chantaje subsiste. Véase
por ejemplo la reacción condenatoria de varios órganos periodísticos de
la región tras el triunfo del derechista Macri en Argentina.
Mientras las corrientes populistas (ahora volcadas al culto de los
redentores políticos) no ejerzan la autocrítica, no hay diálogo posible
porque no creen en el diálogo. Su recurso al chantaje persistirá porque
es su arma específica: no el debate civilizado, fundamentado y tolerante
sino el terrorismo verbal, la santa inquisición en 140 caracteres. Es
mejor confrontarlos con su mala fe. En España, me atrevo a pensar, la
cuestión es de una seriedad mayúscula, porque atañe al proyecto
histórico de Podemos.
Para ello volvamos al caso venezolano. Los hechos son evidentes.
Contra la voluntad mayoritaria de la población, expresada en las urnas
el pasado 6 de diciembre, el Gobierno de Maduro ha buscado nulificar a
la Asamblea Legislativa. Para ello ha manipulado al poder judicial
(nombrado por él después de las elecciones) contra los representantes.
El líder Leopoldo López y muchas otras figuras de la oposición sufren un
encarcelamiento absolutamente arbitrario. (Amnistía Internacional ha
admitido que López es un preso de conciencia). En Venezuela los medios
están cercados: mientras la verdad oficial es omnipresente, casi no
existe la televisión independiente, y la prensa y los comunicadores
críticos sufren un acoso sistemático.
Ante ese cuadro, la pregunta a los populistas de las dos orillas del
Atlántico es directa y sencilla: si un régimen —como ahora el
venezolano— ahoga las libertades e impide a la representación
mayoritaria acotar el poder de quien consideran un mal gobernante (y aún
revocarlo legalmente, si la provisión —como es el caso— existe en la
Constitución), ese régimen ¿puede considerarse una democracia? Si no
puede considerarse como tal, denúncielo. Si puede considerarse como tal,
demuéstrelo. Por supuesto que no denunciarán nada ni demostrarán nada.
Su silencio cómplice (y su labor de silenciamiento) ante el tácito golpe
de Estado en Venezuela comprueba su propio proyecto: usar a la
democracia para acabar con la democracia.
Venezuela vive hundida en el desabasto, la inflación y la zozobra. El
país atraviesa una crisis humanitaria sin precedentes. El Gobierno
colapsará y, cuando eso pase, terminará por salir a la luz la
podredumbre y la dilapidación del régimen chavista. Esa toma de
conciencia por parte de quienes han creído en él será muy dolorosa. En
ese momento, quienes han ejercido o inducido el silencio cómplice
quedarán en evidencia. Pero será demasiado tarde para la autocrítica.
Nadie creerá en su autoproclamada superioridad moral. Y nadie estará
dispuesto a pagar, ni un minuto más, el chantaje.
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.
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