POR:ARMANDO DURÁN.
La primera sorpresa fue que Juan Manuel Santos y Hugo Chávez se reunieran el pasado 10 de agosto en la histórica Quinta de San Pedro Alejandrino.
Desde el 22 de julio estaban interrumpidas las relaciones diplomáticas entre ambas naciones, porque Álvaro Uribe, todavía presidente de Colombia, había denunciado que en territorio venezolano, y con autorización de Chávez, existían campamentos de las FARC y del ELN. Chávez le respondió con la ruptura y con una sarta de insultos.
Desde el 22 de julio estaban interrumpidas las relaciones diplomáticas entre ambas naciones, porque Álvaro Uribe, todavía presidente de Colombia, había denunciado que en territorio venezolano, y con autorización de Chávez, existían campamentos de las FARC y del ELN. Chávez le respondió con la ruptura y con una sarta de insultos.
A partir de esta desagradable realidad, nadie abrigaba demasiadas ilusiones sobre los resultados de la cumbre de Santa Marta. Las tensiones entre Chávez y Uribe habían envilecido tanto las sensibilidades de sus respectivos gobiernos que en algunas ocasiones llegaron incluso a escucharse tambores de guerra, así que no era factible imaginarse un tajante borrón y cuenta nueva. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió: al terminar la reunión, Santos y Chávez, sonrientes, anunciaron el restablecimiento de relaciones diplomáticas, el nombramiento de nuevos embajadores y la reanudación inmediata del comercio binacional, que en su momento de mayor intensidad había llegado a 6 millardos de dólares y entonces se había reducido a menos de 2 millardos.
El persistente desencuentro de Uribe y Chávez se correspondía, en primer lugar, al hecho de que ambos presidentes, aunque encarnaban posiciones políticas e ideológicas irreconciliables, tenían personalidades y estilos similares, y ejercían el poder casi de idéntica y autoritaria manera. Quizá por eso siempre se habían caído mal.
Pero también había razones de mayor peso. La principal, que Colombia era, sin la menor duda, la gran aliada de Estados Unidos en América Latina. Y Estados Unidos, desde el más remoto pasado político de Chávez, era por definición el enemigo estratégico de su revolución. Peor aún, porque Uribe y George W. Bush habían decidido profundizar el llamado Plan Colombia, y habían convertido el acuerdo negociado por los gobiernos de Andrés Pastrana y Bill Clinton, diseñado principalmente para erradicar de la selva colombiana los cultivos de marihuana, coca y amapolas opiáceas, en un instrumento de carácter casi exclusivamente militar para combatir el narcotráfico y la guerrilla. Para Chávez, esta alianza siempre fue un estorbo, especialmente después de haber autorizado Uribe el uso de bases colombianas por fuerzas militares de Estados Unidos. No en balde el Gobierno venezolano había prohibido en el año 2000 los sobrevuelos de aviones especializados de Estados Unidos, y tampoco en balde Chávez solía exhortar a otros gobiernos a sacar a las FARC de las listas negras del terrorismo y reconocerlas como fuerza beligerante en la “guerra interna” de Colombia.
Con estos antecedentes, ¿cómo entender que primero en Santa Marta y mañana martes 2 de noviembre en Caracas, pudiera entablarse un diálogo cordial y constructivo de Chávez con Santos, quien precisamente fue el candidato seleccionado por Uribe para sucederlo y quien, además, como su ministro de la Defensa, había ejecutado con eficiencia implacable la política uribista de Seguridad Democrática? ¿Acaso no era esa política el camino de “sangre y guerra” que según Chávez había emprendido Uribe en su papel de “lacayo del imperio yanqui”? ¿Cómo explicar entonces que Santos, brazo ejecutor de esa política, a quien nunca le tembló el pulso para aplicarla, ni siquiera a la hora controversial de ordenar el ataque de fuerzas colombianas al campamento de Raúl Reyes en pleno territorio ecuatoriano, visite así como así a Chávez en Miraflores y los dos continúen su amistosa conversación de hace dos meses y medio en Santa Marta, como si en realidad el ayer nunca hubiese existido? Por supuesto, desde su triunfo electoral, Santos se niega a ser identificado como heredero político de Uribe y en todo momento trata de demostrarlo. ¿Pero hasta qué extremo? ¿Hasta olvidar los insultos que el propio Chávez le ha dirigido a él, incluso durante la campaña electoral? Y desde esta perspectiva, ¿dónde quedan las FARC? ¿La muerte del Mono Jojoy, para quien Chávez pidió un minuto de respetuoso silencio, acaso fue un lamentable accidente? ¿O será que después de su derrota electoral del 26 de septiembre las FARC ya no valen mucho para Chávez? ¿Que nuevas y perturbadoras circunstancias lo obligan estos días a buscar un reacomodo, al menos provisional, con Colombia, y que eso es lo que también le conviene por ahora a Santos? En todo caso, tenemos a la vista una inconcebible luna de miel. Ahora bien, ¿hasta cuándo durará? ¿Hasta que la muerte nos separe? Lo dudo. A no ser que Chávez y Santos, de pronto, hayan decidido dejar de ser quienes habían sido hasta ahora.
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