POR: FERNANDO MIRES.
Hay que reiterarlo: Barack Obama es el Presidente de EE UU y no el jefe de la oposición de Venezuela. De ahí que las medidas tomadas por su gobierno en contra de siete corruptos funcionarios
chavistas no están guiadas por una eventual correlación política de
fuerzas en el espectro venezolano. El gesto de enemistad, al declarar a
Venezuela una amenaza para los EE UU, tampoco.
Obama, evidentemente, escogió el momento
para hacer pública su posición frente al gobierno Maduro. Que lo haya
hecho en medio de negociaciones mantenidas con el régimen cubano y pocos
días antes de la Cumbre de las Américas que tendrá lugar el 10 y 11 de
Abril en Panamá, muestra que ha considerado determinadas razones de
alcance estratégico, razones que trascienden lejos, muy lejos, a la
simple particularidad venezolana.
Hay que tener en cuenta que Obama no
vive en los tiempos de Bush, enredado en mentiras increíbles para
justificar su ominosa invasión a Irak. Tiempos en los cuales hasta
dictadores de baja estofa se permitían el placer de lanzar diatribas en
contra del gobierno norteamericano.
Obama, a diferencias de Bush, es
probablemente uno de los presidentes norteamericanos que ha ganado más
legitimidad en la arena internacional. La restitución de la alianza
atlántica en Europa, las alianzas establecidas con gobiernos islámicos
en la lucha en contra del ISIS, su distanciamiento con respecto a
fracciones de la derecha israelí, sus tensas pero diplomáticas
conversaciones con el gobierno de Irán en torno a temas nucleares y
militares (los tiempos de las locuras de un Ahmadineyah quedaron atrás),
su apertura política hacia Cuba, más la eminente suspensión del embargo
y su voluntad de acercamiento amistoso a los países latinoamericanos
–incluyendo a los del ALBA– son hechos que demuestran un cambio profundo
en la política internacional de los EE UU.
La nueva estrategia apunta –lo ha
reiterado Obama en diversos discursos– a la sustitución de las
relaciones de dominación militar por relaciones de hegemonía política.
Eso quiere decir que Obama, sin renunciar al uso de la fuerza, intenta
restaurar el valor de la política en el espacio internacional.
El nuevo rol de EE UU precisa, sin
embargo, de un estatuto simbólico. Por eso mismo Obama debe defender la
nueva imagen que busca dar a su nación. Visto así, Obama no puede
permitir que un mandatario, cualquiera que sea, insulte a su gobierno
todos los días, menos aún si preside un país del que EE UU es su más
seguro socio comercial; un país, además, con el que no tiene ningún
problema económico, político o militar. ¿Ha llegado el momento de
mostrar a Maduro que incluso la paciencia diplomática tiene límites? Así
parece.
Si vemos el tema desde una perspectiva
global, la designación de Venezuela como amenaza para los EE UU tampoco
debe sorprender demasiado. El régimen venezolano es en la región el que
más se acerca al formato clásico de una dictadura. Y los regímenes
dictatoriales o simplemente autoritarios han sido siempre, en todas las
latitudes, amenazas para la paz externa. Más todavía si un régimen no
oculta su atracción por casi todas las dictaduras enemigas (reales o
potenciales) de los EE UU.
Habría que ser muy ingenuo, por ejemplo,
para no darse cuenta de que la política de Obama frente a Caracas tiene
que ver con Moscú mucho más de lo que a primera vista parece. Frente a
Rusia hay ya una Guerra Fría no declarada por la OTAN. Pese a eso, Obama
no busca aliados en América Latina. Lo que sí quiere, y desde su óptica
tiene toda la razón, es no tener más enemigos.
Probablemente el gobierno de Obama
anhela que las relaciones entre Venezuela y los EE UU sean las más
normales posibles. Con mayor razón en tiempos marcados por conflictos al
lado de los cuales el que existe (si es que existe) con Venezuela es
solo una migaja. Que esa normalidad también conviene en la práctica al
gobierno Maduro, pero no a su falso discurso “antiimperialista”, es un
factor con el cual seguramente contaba la administración norteamericana.
No es errado pensar entonces que la
declaración de enemistad al gobierno de Maduro es un punto encuadrado en
un marco estratégico destinado a configurar la futura política de los
EE UU con respecto a toda América Latina.
La apertura hacia Cuba, por un lado, y
la muestra de enemistad hacia el gobierno de Venezuela, por otro, son
indicadores que muestran diseños de esa nueva política. A través de ella
Obama intenta dejar claro que los EE UU están dispuesto a colaborar con
todos los gobiernos de la región, cualquiera sea su orientación
ideológica, siempre y cuando estos no lleven a cabo acciones de
hostilidad en su contra.
Ahora bien, si un gobernante como Maduro
busca extraer capitales políticos nacionales a través de una sostenida
campaña de hostilidad hacia EE UU, deberá naturalmente contar con las
consecuencias. Ese parece ser desde ya el mensaje que Obama llevará a la
Cumbre. Un mensaje que naturalmente no solo será dirigido a Venezuela
sino, además, a todos los gobiernos de la región.
Para determinadas fracciones de la
oposición venezolana, las que en su narcisismo político imaginan que el
mundo comienza y termina en Venezuela, la posición de Obama respecto al
gobierno de Maduro o les ha parecido un grave error o la han saludado
como un gran gesto de solidaridad. Ni lo uno ni lo otro. Al tomar
posiciones frente a Maduro, Obama no consideró demasiado la correlación
de fuerzas al interior de Venezuela. Pero no tenía por qué hacerlo. Su
actitud no deriva de un asunto táctico inmediato. Forma parte,
reiteramos, de una estrategia global destinada a ser medida en plazos
largos.
Probablemente la administración
estadounidense tenía previsto que Maduro iba a reaccionar como
reaccionó. En medio de la crisis económica más profunda vivida en el
país, del más grande descrédito internacional y de la corrupción más
desenfrenada, era obvio, casi natural, que Maduro llevaría a cabo una
campaña patriotera como no se recuerda en América Latina desde los
tiempos cuando el general Galtieri desató la guerra de las Malvinas
(1982) solo para reconquistar la popularidad perdida por la dictadura
militar de su país. Sin embargo, puesta esa reacción al lado de la
importancia que para EE UU reviste marcar las líneas de una estrategia
política continental, no hay como perderse: Obama no puede ni debe
subordinar su política continental a los intereses ni de la oposición
venezolana ni de ninguna otra. Si así lo hubiera hecho, habría cometido
de verdad un acto de injerencia.
En otras palabras: nos encontramos
frente a un problema dividido en dos dimensiones: una internacional,
donde los EE UU no pueden sino hacer lo que están haciendo, y otra muy
local, en donde un gobierno antidemocrático enfrenta a una masiva
oposición que intenta movilizar fuerzas y obtener un triunfo electoral
decisivo. Ambas dimensiones, la internacional y la local al ser
distintas no son necesariamente compatibles. Y con esa incompatibilidad
deben contar tanto el gobierno como la oposición de Venezuela.
Desde la dimensión local, la política
internacional de Obama parece favorecer, por lo menos durante un breve
lapso, a Maduro y sus huestes. A fin de reconquistar la popularidad
perdida, el gobierno Maduro, siguiendo la lógica Galtieri, ha trazado
una línea demarcatoria que intenta sustituir a la contradicción entre
“burguesía y pueblo” por otra formada por “patriotas” y “antipatriotas”.
O dicho de este modo: así como en vísperas de las elecciones
municipales del 2013 Maduro declaró una artificial guerra económica,
antes de las elecciones parlamentarias del 2015 ya ha declarado una no
menos artificial guerra patria frente al peligro de una invasión que,
naturalmente, nunca tendrá lugar.
En la primera “guerra” Maduro llamó a saquear tiendas comerciales, acción conocida como el Dakazo.
Durante la segunda “guerra” llama a la movilización nacional,
recogiendo “millones” de firmas en contra de Obama. ¿Estamos entonces
frente a un “Obamazo”? Todo indica que Maduro camina en esa dirección.
El eventual “Obamazo” persigue, además,
otro objetivo, a saber, dividir más a la oposición de lo que de hecho ya
lo está. En efecto, el patrioterismo desatado por Maduro ha cavado
nuevos surcos en el amplio campo opositor. Por de pronto ya es posible
detectar dos polos antagónicos. A un lado los “nacionalistas” dispuestos
a posponer diferencias con el gobierno en aras de la nación amenazada.
Al otro lado los “pro-intervencionistas”, dispuestos a entender el
discurso global de Obama como una mera táctica destinada a derribar al
gobierno venezolano.
Probablemente hay dentro del
nacionalismo opositor quienes piensan que la “cuestión nacional” no debe
ser regalada al gobierno. En principio, dicho planteamiento podría ser
correcto. Lo que evidentemente no es correcto es plegarse al discurso
del gobierno aduciendo que Venezuela es un país que no amenaza a nadie,
asumiendo así, objetivamente, la retórica del “antiimperialismo”
oficial.
Lo mismo ocurre con el sector
“pro-intervencionista”: al imaginar que Obama busca el derribamiento del
gobierno, asume positivamente el mismo discurso de Maduro. No deja de
llamar la atención en ese punto, como columnistas que en el pasado
reciente habían dedicado largas parrafadas en contra de Obama,
acusándolo de débil, de populista, de izquierdista y hasta de islamista,
se han convertido, de la noche a la mañana, en fanáticos “obamistas”.
Entre los dos polos extremos (el
nacionalista y el pro-intervencionista) existe, sin embargo, una amplia
franja opositora que ve en la línea demarcatoria trazada por Maduro una
simple maniobra destinada a desviar la atención con respecto a las
calamidades sociales provocadas por el gobierno, un intento más para
tapar los escándalos financieros, las fortunas depositadas en bancos
norteamericanos, las fabulosas cuentas de personeros chavistas en los
bancos de Madrid y Andorra, más lavados de dinero, tráfico de drogas,
contrabando y otras exquisiteces similares.
Del mismo modo, y en ese punto parece
haber consenso mayoritario en la oposición, la lucha por la liberación
de los presos políticos ha sido continuada, más allá de que existan
desacuerdos políticos con algunos dirigentes en prisión. La lucha por
una nación sin presos políticos –eso es muy importante decirlo– también
pertenece a “la cuestión nacional”. Tiene que ver con la imagen de
Venezuela en el mundo. Y en estos momentos esa imagen es francamente
desastrosa.
Fue el ex presidente de Costa Rica,
Óscar Arias, quien formuló la tesis de que en una democracia no puede
haber presos políticos. Dicho en sentido inverso, cuando en una nación
ya no hay presos políticos, recién podemos hablar de democracia. Ahora,
si tomamos en cuenta que una nación democrática no es una amenaza para
nadie y a la vez se quiere que Venezuela no sea catalogada como amenaza
externa, es necesario luchar por la democratización del país.
La cuestión nacional pasa por la
cuestión democrática y esta última pasa a su vez por la liberación de
todos los presos políticos. A diferencia de la lógica matemática según
la cual el orden de los factores no altera el producto, en la lógica
política sí lo altera. Con la liberación de los presos políticos
comienza la invulnerabilidad internacional de Venezuela. Ese es el
punto.
Fuente: http://prodavinci.com/blogs/venezuela-del-dakazo-al-obamazo-por-fernando-mires/
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