Cuando un empresario venezolano que conocemos abrió un negocio en el
oeste de Venezuela, hace 20 años, nunca imaginó que un día se
enfrentaría a una pena de cárcel por culpa del papel higiénico en los
baños de su fábrica. Sin embargo, Venezuela sabe convertir lo
inimaginable del pasado en lo cotidiano del presente.
El calvario de Carlos comenzó hace un año, cuando el sindicato de la
empresa empezó a insistir en el cumplimiento de una extraña cláusula de
su convenio colectivo, según la cual los aseos de la fábrica tenían que
disponer de papel higiénico en todo momento. El problema era que, dada la escasez creciente de todo tipo de productos básicos
(desde arroz y leche hasta desodorante y condones), encontrar un solo
rollo de papel higiénico era prácticamente imposible en Venezuela.
Cuando Carlos por fin logró hacerse con una cantidad suficiente, sus
trabajadores, como es comprensible, se lo llevaron a casa: encontrarlo
en el mercado les resultaba igual de difícil que a él.
El robo de papel higiénico puede sonar a tomadura de pelo, pero para
Carlos es un asunto grave: si no repone el producto infringe el convenio
colectivo, lo que expone a la fábrica al riesgo de una huelga
prolongada, que a su vez podría conllevar su nacionalización por parte
del Gobierno de Nicolás Maduro. Así las cosas, recurrió al mercado
negro, donde encontró una solución aparente: un proveedor capaz de
entregar, de golpe, papel higiénico para varios meses. El precio era
alto, pero no tenía elección: su empresa corría peligro. Por desgracia,
conseguir suficiente papel higiénico no acabó con el calvario de Carlos.
En cuanto la entrega llegó a la fábrica, la policía secreta entró en
escena. Se incautaron del papel higiénico y afirmaron que habían
desbaratado una importante operación de acaparamiento, parte de la
“guerra económica” respaldada por Estados Unidos que, según el Gobierno
de Maduro, es la principal causante de la escasez. Carlos y tres de sus
principales directivos se enfrentaban a un proceso penal y a una posible
condena de cárcel. Y todo por el papel higiénico.
Carlos es una de las personas reales detrás de esas historias chistosas del tipo “no hay papel higiénico en Venezuela”, que utilizan la crisis del país para conseguir risas y clics.
Pero a los venezolanos el giro siniestro que ha dado nuestro país no
nos hace ni pizca de gracia. El experimento del “socialismo del siglo
XXI” propuesto por Hugo Chávez, el autodenominado paladín de los pobres que juró repartir la riqueza del país entre las masas, ha sido un cruel fracaso.
Los países en vías de desarrollo, como los adolescentes, son
propensos a tener accidentes. Se diría que casi esperamos que tengan una
crisis económica, una crisis política, o ambas, con cierta regularidad.
Las noticias que llegan de Venezuela —como la escasez de productos
básicos y, más recientemente, los disturbios provocados por apagones, la imposición de una semana laboral de dos días para los funcionarios,
supuestamente para ahorrar energía, y una campaña para expulsar al
presidente que cobra cada vez más impulso— son tan funestas que resulta
fácil tacharlas como uno más de esos episodios recurrentes.
Pero eso sería un error. Lo que nuestro país está viviendo es algo
monstruosamente único en los tiempos que corren: ni más ni menos que el
hundimiento de un país grande, rico, aparentemente moderno y
democrático, a solo tres horas en avión de Estados Unidos.
En los últimos dos años, Venezuela ha vivido ese tipo de implosión
que casi nunca ocurre en un país de renta media a menos que haya una
guerra: las tasas de mortalidad se disparan; los servicios públicos se
desmoronan uno tras otro; la inflación
de tres cifras ha sumido a más del 70% de la población en la pobreza;
una oleada de crimen incontrolable obliga a la gente a permanecer
encerrada en sus casas; los consumidores tienen que hacer cuatro o cinco
horas de cola para comprar; los recién nacidos, y también los ancianos y
enfermos crónicos, mueren por la falta de medicamentos y aparatos
sencillos en los hospitales. Ahora hay una auténtica hambruna en el
país.
¿Pero por qué? No es que al país le falte dinero. Sentado sobre las
reservas de petróleo más grandes del mundo, el Gobierno dirigido primero
por Chávez y desde 2013 por Maduro ha recibido más de un billón de
dólares en ingresos derivados del crudo a lo largo de los últimos 17
años, y no ha tenido que enfrentarse a ninguna restricción institucional
sobre cómo gastar esa bonanza sin precedentes. Es cierto que el precio del petróleo lleva un tiempo cayendo
—un riesgo que todos preveían, y frente al que el Gobierno no se
preparó—, pero eso difícilmente puede explicar lo que ha ocurrido: la
implosión de Venezuela empezó mucho antes. En 2014, cuando el petróleo
seguía vendiéndose a más de 100 dólares el barril, los venezolanos ya se
enfrentaban a una importante escasez.
El auténtico culpable es el chavismo,
la filosofía imperante nombrada en honor a Chávez y perpetuada por
Maduro, y su asombrosa propensión a la mala gestión (el Gobierno
despilfarró los fondos estatales en inversiones descabelladas), la
destrucción institucional (primero Chávez y luego Maduro se volvieron
más autoritarios y paralizaron las instituciones democráticas del país);
las decisiones políticas sin sentido (como los controles de precios y
divisas) y el hurto puro y duro (la corrupción ha proliferado entre un
sinfín de mandatarios y sus familiares y amigos).
Un buen ejemplo son los controles de precios, que se aplican a más y
más productos: alimentos y medicamentos vitales, sí, pero también
baterías de coches, servicios médicos, desodorantes, pañales y, cómo no,
papel higiénico. El objetivo aparente era controlar la inflación y
hacer los productos asequibles para los pobres, pero cualquiera con unas
nociones básicas de economía podría haber previsto las consecuencias:
cuando los precios se fijan por debajo del coste de producción, los
vendedores no pueden permitirse reponer los estantes. Los precios
oficiales son bajos, pero es un espejismo: los productos han
desaparecido.
Cuando un país está en pleno proceso de hundimiento, las dimensiones
de la decadencia se retroalimentan, creando un ciclo para el que no hay
solución. Los regalos populistas, por ejemplo, han fomentado el ruinoso
flirteo de Venezuela con la hiperinflación, y el Fondo Monetario
Internacional prevé que los precios suban un 720% este año y un 2.200% en 2017.
El Gobierno prácticamente regala la gasolina: según los tipos de cambio
del mercado negro, con un billete de 100 dólares se puede comprar
suficiente combustible para dar la vuelta al mundo 11 veces a bordo de
un Hummer H1. Es el mismo tipo de política descabellada que ha sumido al
Estado en una escasez de fondos crónica, obligándolo a imprimir cada
vez más dinero para financiar sus gastos, lo que espolea aún más la
inflación. Más útil que el debate teórico sobre las fuerzas profundas
que han destruido la economía de Venezuela, desgarrado su sociedad y
arrasado sus instituciones es ofrecer algunos relatos que ilustran una
crisis humanitaria por la que nadie rinde cuentas.
¿QUIÉN MATÓ A MAIKEL MANCILLA?
A sus 14 años, Maikel Mancilla llevaba seis luchando contra la
epilepsia. Su enfermedad estaba más o menos controlada gracias a la
lamotrigina, un anticonvulsivo corriente para el que se necesita receta.
Conseguirlo era desde hace tiempo una lucha para su familia, pero a
medida que aumentaba el desfase entre el coste real del fármaco y el
precio máximo que las farmacias podían cobrar, encontrarlo se volvió
imposible.
El 11 de febrero, la madre de Maikel, Yamaris, le dio la última
pastilla de lamotrigina que había en su botiquín; a ninguna de las
farmacias a las que acudió le quedaban anticonvulsivos. Yamaris recurrió
a las redes sociales —que actualmente en Venezuela están repletas de
gente desesperada en busca de unos medicamentos que escasean—, pero no
hubo suerte. Durante los días posteriores, Maikel sufrió una serie de
ataques epilépticos cada vez más graves, ante la mirada impotente de su
familia. El 19 de febrero, a la 1.15 de la madrugada, murió a causa de
una insuficiencia respiratoria.
El caso de Maikel no es único. El hundimiento del sistema sanitario y la escasez de medicamentos
se cobran vidas todos los días. Los pacientes psiquiátricos que sufren
esquizofrenia tienen que apañarse sin antipsicóticos. Decenas de miles
de pacientes seropositivos se las ven y se las desean para encontrar los
antirretrovirales. Los enfermos de cáncer no disponen de quimioterapia.
Incluso la malaria —que prácticamente había desaparecido de Venezuela
hace una generación y se puede tratar con medicamentos baratos— ha
regresado con resultados mortíferos.
EL PILOTO DE CARRERAS
Mientras los venezolanos morían por la falta de medicamentos básicos,
su Gobierno socialista radical gastaba decenas de millones al año para
que su compatriota Pastor Maldonado
compitiese en el circuito mundial de Fórmula 1. Maldonado, amigo de las
hijas del presidente Chávez, solo logró ganar una sola carrera en cinco
años de competición. Así y todo, la petrolera estatal de Venezuela,
PDVSA, gastaba más de 45 millones de dólares al año para que Maldonado
siguiese corriendo con su logo. Este año, Maldonado, cuya costumbre de
estrellarse una carrera sí y otra también acabó valiéndole el apodo de Crashtor, se vio obligado a abandonar el circuito de Fórmula 1, cuando PDVSA no pudo aportar el dinero del patrocinio.
La generosidad de Chávez y Maduro con el petróleo venezolano es
legendaria. Han repartido el dinero del crudo por todo el planeta, desde
los 18 millones de dólares pagados a Danny Glover en 2007 para producir
una película ideológicamente apropiada (que sigue sin verse) hasta los
millones gastados para mantener a flote la economía cubana o financiar a
movimientos de izquierdas desde El Salvador hasta Argentina, pasando
por España y más allá.
EL ROBO DEL ALMUERZO
Entretanto, el Gobierno venezolano ni siquiera puede garantizar el
sistema de derecho más elemental, lo que convierte a Caracas, la
capital, en una de las ciudades con más asesinatos del mundo.
Los traficantes de droga dominan amplias zonas rurales. En las
cárceles, los líderes de las bandas disponen de armas militares y los
ataques con granadas ya no son una novedad. Hasta los niños sufren
robos. En el colegio de Nuestra Señora del Carmen, en El Cortijo, un
barrio desfavorecido de Caracas, los suministros del comedor escolar ya
han sido robados dos veces este año. El segundo robo supuso que el
colegio no pudiese dar de comer a los niños durante una semana.
En otros sitios, el comedor escolar ha dejado de funcionar. En las
comunidades más pobres, los padres optan por sacar a sus hijos del
colegio: son más útiles haciendo cola a las puertas de un supermercado
que sentados a sus pupitres, ya que para optar a las raciones
adicionales para sus hijos los padres tienen que llevar a los niños en
persona a la tienda. El régimen colocó hace tiempo la educación en el
centro de su propaganda, pero la realidad actual es que a una generación
de niños desfavorecidos se les está negando la educación a causa del
hambre.
Al mismo tiempo, la Asamblea Nacional, controlada por la oposición,
denuncia el robo de unos 200.000 millones de dólares mediante estafas en
la importación de alimentos desde 2003.
EL BROTE DE CRIMEN ALIMENTA EL BROTE DE ZIKA
Venezuela se enfrenta a uno de los peores brotes de zika de Sudamérica. El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela
—eje de las respuestas del país a las epidemias tropicales— fue
desvalijado hasta 11 veces, que se dice pronto, en los dos primeros
meses de 2016. Los últimos dos robos dejaron al laboratorio sin un solo
microscopio. Así resulta imposible que los investigadores puedan hacer
su trabajo. Además, los intentos por reparar el daño se ven afectados
por las mismas disfunciones que afligen al resto de la economía:
simplemente no hay dinero para sustituir el costoso equipo importado que
los criminales robaron.
Otros aspectos del hundimiento del Estado también agravan la crisis
del zika. La infraestructura hidráulica de las ciudades venezolanas se
está viniendo abajo tras casi dos décadas de negligencia. Este año,
además, el fenómeno El Niño ha provocado una grave sequía.
Las empresas de agua públicas han respondido a la rebaja del nivel de
las reservas con duras medidas de racionamiento. Algunos barrios pobres
pasan días e incluso semanas sin agua corriente. La mayoría de las
personas llenan varios cubos cuando se restablece el servicio,
preparándose para los periodos secos. Y almacenar agua en cubos es
precisamente lo último que hay que hacer cuando uno se enfrenta a una
epidemia: los recipientes se convierten en zona de cría para los
mosquitos que transmiten el virus del zika, la chikunguña, el dengue e
incluso la malaria.
FALTA ELECTRICIDAD Y SOBRA IMPUNIDAD
Vivir sin agua y sin electricidad se ha vuelto una realidad
cotidiana. Las empresas públicas tienen problemas para mantener
suficiente agua en las reservas para evitar un colapso total de la red
eléctrica. No tendría por qué ser así. Desde 2009 se han destinado
centenares de millones de dólares a construir nuevas plantas de energía a
base de diésel y gas natural, cuyo objetivo era aliviar la presión de
una red hidroeléctrica antigua. Sin embargo, buena parte de la capacidad
nunca llegó al sistema, y nunca se rindieron cuentas sobre el dinero,
que fue desviado.
Es un reflejo de la impunidad que reina en todos los ámbitos del
Estado. El 4 de marzo, 28 mineros desaparecieron cerca de la frontera
brasileña, y los testigos hablan de una masacre. Hasta ahora solo se ha
detenido a cuatro personas: son familiares de las víctimas, que habían
osado pedir justicia. A finales del año pasado, dos sobrinos de la
poderosa primera dama fueron arrestados en Haití por agentes de la DEA
por tráfico de cocaína. La reacción de la primera dama fue acusar a la
DEA de secuestrar a sus sobrinos.
¿Y qué pasó con Carlos, nuestro empresario en busca de papel
higiénico? Tras ser arrestado con absurdos cargos de “acaparamiento”,
cayó en la cuenta de que aquello solo era una extorsión por parte de la
policía. “Su oferta inicial fue alta, del orden de los cientos de miles
de dólares”, asegura. Al final, los agentes retiraron los cargos a
cambio de unas decenas de miles de dólares.
No es posible entender la Revolución Bolivariana y su fracaso sin
incorporar en el análisis el enorme impacto que ha tenido el masivo
saqueo del erario público por parte de funcionarios, oficiales militares
y sus cómplices del “nuevo sector privado”, la burguesía bolivariana
enchufada al Gobierno. En Venezuela la cleptocracia disfrazada de
ideología socialista y amor a los pobres destruyó al Estado. Es urgente
comenzar la reconstrucción de un país devastado.
Moisés Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario