Queramos o no, estamos en revolución. En todos los órdenes se desmoronan los viejos y rígidos moldes: en lo cultural, en lo económico y aun en lo religioso. Y, aunque no lo parezca, de ese desconcierto y general confusión surge el hombre con renovada conciencia de sus responsabilidades, con obligada urgencia de hacer un mundo en progresiva respuesta a sus exigencias de desarrollo. Los sistemas y el hombre han entrado en pugna.
Desde la primera página de la Biblia, cuando Dios dijo al hombre: “Llenad la tierra y dominadla”, no sólo las simientes, los animales y las aves caen bajo el dominio del hombre, sino las mismas estructuras y sistemas tienen que permitirle su más amplia realización en el tiempo.
Todos los integrantes de una sociedad, tanto los ciudadanos comunes como los gobiernos tienen que auscultar y promover y encausar ese desarrollo integral y equilibrado del hombre. Del hombre realizándose y desarrollándose en sociedad. Ninguna persona o grupo de personas pueden ser propiedad de un individuo, de una sociedad o de un Estado.
El reclamo de cambios estructurales y de sistemas que puedan satisfacer las nuevas dimensiones de la vida humana no tienen otro objeto ni pueden tener otra justificación que la de promover y regular el más amplio ejercicio de los derechos y aspiraciones humanas.
El orden social no puede consistir, por tanto en un mecanismo rígido y acabado que prive, reprima y monopolice el ejercicio de los derechos de una facción dominante. Es más, aún cuando un sistema o grupo ideológico hubiere sido preferido o elegido entre otros, esta preferencia y prevalencia no le da derecho a abolir o excluir otras posibles opciones y la búsqueda de nuevas expresiones de las aspiraciones vivenciales de una comunidad.
Hay desorden desde que no se busca encausar y regular los derechos, sino reprimirlos y anularlos.
El punto de equilibrio del orden y, por consiguiente, de la paz en una nación está en el reconocimiento y ecuánime regulación del ejercicio de los derechos. Lo contrario es proclamar la guerra al hombre, queriendo someterlo a un régimen de privilegios y desigualdades.
La paz, por tanto, no puede fundamentarse sobre una fuerza represiva; sólo es humana si estimula el ejercicio de los derechos y la creatividad ciudadana.
El derecho colectivo nace de los contactos e intercambios personales, que comunican y conviven en determinadas opciones y líneas de acción. Al anteponerse los derechos personales frente a las imposiciones de los sistemas, se esclarece cuál es el verdadero derecho colectivo. Son las personas las que perciben y aceptan una determinada globalidad de interés y de medios, necesarios para el logro de sus comunes objetivos.
El derecho colectivo no es ni humano ni justo si no hay una humanidad conscientemente reunida que elabore su propio ambiente cultural y económico. El sujeto y el rector de la colectividad es el hombre, no el sistema o el régimen.
No podemos confundir la concienciación con la mera mentalización o ideologización impositiva.
Los grupos o las masas se descubren a sí mismos en esa conciencia de su comunión y necesaria cohesión para contrarrestar las fuerzas impositivas que las destruyen o marginan. Lo que es para todos no pueden menos de ser creado y garantizado por todos.
El derecho colectivo no es un derecho personal. Proviene de las personas y expresa a personas reales en solidaria comunión. Por consiguiente, no puede invocarse el derecho colectivo como privilegio de un grupo o como un derecho de dominación de un grupo sobre todos los demás. Un partido dominante, por mayoría, no tiene derecho a excluir y desconocer a las minorías.
Si la paz y los derechos son de todos, tienen que hacerse por medio de todos. De aquí la innegable necesidad del pluralismo en las colectividades. No puede haber derecho colectivo sin derecho de las colectividades. La paz y bienestar de una nación no pueden consistir en una entidad monolítica, sino en la posibilidad de gestarse y complementarse muchas y varias colectividades frutos del desarrollo humano de las personas.
Si queremos la paz y evitar la guerra de las armas, tenemos que procurar antes el “desarme de las almas”. Todo hombre en madurez de conciencia tiene que estar liberado, lo mismo del azar, que le irresponsabiliza, como del fatalismo histórico, que lo oprime y aprisiona, que le impide actuar en libertad. Ser sujeto de la historia quiere decir estar en capacidad responsable de cambiarla cuando desgarre a las personas, la someta o anule fatídicamente.
No hay mejor camino para evitar la guerra fraticida (entre hermanos) que aceptar el uso y el ejercicio de los derechos. Esa es la dinámica de la paz: la acción en justicia y en respeto al derecho ajeno. Los propiciadores de la violencia buscan el camino de la “irracionalidad, del instinto y de la aventura”. Su propósito es la dominación de la colectividad, no el respeto y fomento del ejercicio de los derechos colectivos. Nada justifica sus actuaciones irracionales que todo lo irracional, instintivo y voluntarioso de que adolecen las constituciones, las estructuras y los regímenes en el poder.
Frente a la guerra legalista o frente a los regímenes totalitarios, que tratan de imponer por la fuerza legal y por la coacción policíaca algo que está en contra de las convicciones u opciones de conciencia se ha establecido en el campo del derecho el derecho a disentir. Consiste en la facultad o práctica del ciudadano de poner una objeción de conciencia de tipo civil a las injusticias y arbitrariedades contra derecho. (No es de tipo militar, ni armada, sino razonada y de conciencia).
El derecho a disentir se apoya en el derecho de toda persona de no ser enajenada por nadie ni a favor de nadie que no esté de acuerdo con su conciencia. Se le invoca especialmente contra los abusos de los regímenes totalitarios.
El derecho a disentir se convierte en un deber de resistencia moral cuando, por un abuso del poder físico o ideológico, la ciudadanía se ve ultrajada cívica o moralmente. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
No es lo mismo que la oposición sistemática o el mero desavenir en todo que hace un gobierno. Es un desavenir racional, basado en un disentimiento y juicio de valor.
A la objeción de conciencia de tipo militar que ha adquirido ya un estatuto legal en ciertos países también se agregó desde hace largo tiempo la objeción de conciencia de tipo civil. Es invocado, en diversos lugares, bajo el nombre del derecho al disentimiento, como una especificación al derecho a la libertad de opinión, reconocido en la Declaración universal de los derechos humanos.
Desde la primera página de la Biblia, cuando Dios dijo al hombre: “Llenad la tierra y dominadla”, no sólo las simientes, los animales y las aves caen bajo el dominio del hombre, sino las mismas estructuras y sistemas tienen que permitirle su más amplia realización en el tiempo.
Todos los integrantes de una sociedad, tanto los ciudadanos comunes como los gobiernos tienen que auscultar y promover y encausar ese desarrollo integral y equilibrado del hombre. Del hombre realizándose y desarrollándose en sociedad. Ninguna persona o grupo de personas pueden ser propiedad de un individuo, de una sociedad o de un Estado.
El reclamo de cambios estructurales y de sistemas que puedan satisfacer las nuevas dimensiones de la vida humana no tienen otro objeto ni pueden tener otra justificación que la de promover y regular el más amplio ejercicio de los derechos y aspiraciones humanas.
El orden social no puede consistir, por tanto en un mecanismo rígido y acabado que prive, reprima y monopolice el ejercicio de los derechos de una facción dominante. Es más, aún cuando un sistema o grupo ideológico hubiere sido preferido o elegido entre otros, esta preferencia y prevalencia no le da derecho a abolir o excluir otras posibles opciones y la búsqueda de nuevas expresiones de las aspiraciones vivenciales de una comunidad.
Hay desorden desde que no se busca encausar y regular los derechos, sino reprimirlos y anularlos.
El punto de equilibrio del orden y, por consiguiente, de la paz en una nación está en el reconocimiento y ecuánime regulación del ejercicio de los derechos. Lo contrario es proclamar la guerra al hombre, queriendo someterlo a un régimen de privilegios y desigualdades.
La paz, por tanto, no puede fundamentarse sobre una fuerza represiva; sólo es humana si estimula el ejercicio de los derechos y la creatividad ciudadana.
El derecho colectivo nace de los contactos e intercambios personales, que comunican y conviven en determinadas opciones y líneas de acción. Al anteponerse los derechos personales frente a las imposiciones de los sistemas, se esclarece cuál es el verdadero derecho colectivo. Son las personas las que perciben y aceptan una determinada globalidad de interés y de medios, necesarios para el logro de sus comunes objetivos.
El derecho colectivo no es ni humano ni justo si no hay una humanidad conscientemente reunida que elabore su propio ambiente cultural y económico. El sujeto y el rector de la colectividad es el hombre, no el sistema o el régimen.
No podemos confundir la concienciación con la mera mentalización o ideologización impositiva.
Los grupos o las masas se descubren a sí mismos en esa conciencia de su comunión y necesaria cohesión para contrarrestar las fuerzas impositivas que las destruyen o marginan. Lo que es para todos no pueden menos de ser creado y garantizado por todos.
El derecho colectivo no es un derecho personal. Proviene de las personas y expresa a personas reales en solidaria comunión. Por consiguiente, no puede invocarse el derecho colectivo como privilegio de un grupo o como un derecho de dominación de un grupo sobre todos los demás. Un partido dominante, por mayoría, no tiene derecho a excluir y desconocer a las minorías.
Si la paz y los derechos son de todos, tienen que hacerse por medio de todos. De aquí la innegable necesidad del pluralismo en las colectividades. No puede haber derecho colectivo sin derecho de las colectividades. La paz y bienestar de una nación no pueden consistir en una entidad monolítica, sino en la posibilidad de gestarse y complementarse muchas y varias colectividades frutos del desarrollo humano de las personas.
Si queremos la paz y evitar la guerra de las armas, tenemos que procurar antes el “desarme de las almas”. Todo hombre en madurez de conciencia tiene que estar liberado, lo mismo del azar, que le irresponsabiliza, como del fatalismo histórico, que lo oprime y aprisiona, que le impide actuar en libertad. Ser sujeto de la historia quiere decir estar en capacidad responsable de cambiarla cuando desgarre a las personas, la someta o anule fatídicamente.
No hay mejor camino para evitar la guerra fraticida (entre hermanos) que aceptar el uso y el ejercicio de los derechos. Esa es la dinámica de la paz: la acción en justicia y en respeto al derecho ajeno. Los propiciadores de la violencia buscan el camino de la “irracionalidad, del instinto y de la aventura”. Su propósito es la dominación de la colectividad, no el respeto y fomento del ejercicio de los derechos colectivos. Nada justifica sus actuaciones irracionales que todo lo irracional, instintivo y voluntarioso de que adolecen las constituciones, las estructuras y los regímenes en el poder.
Frente a la guerra legalista o frente a los regímenes totalitarios, que tratan de imponer por la fuerza legal y por la coacción policíaca algo que está en contra de las convicciones u opciones de conciencia se ha establecido en el campo del derecho el derecho a disentir. Consiste en la facultad o práctica del ciudadano de poner una objeción de conciencia de tipo civil a las injusticias y arbitrariedades contra derecho. (No es de tipo militar, ni armada, sino razonada y de conciencia).
El derecho a disentir se apoya en el derecho de toda persona de no ser enajenada por nadie ni a favor de nadie que no esté de acuerdo con su conciencia. Se le invoca especialmente contra los abusos de los regímenes totalitarios.
El derecho a disentir se convierte en un deber de resistencia moral cuando, por un abuso del poder físico o ideológico, la ciudadanía se ve ultrajada cívica o moralmente. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
No es lo mismo que la oposición sistemática o el mero desavenir en todo que hace un gobierno. Es un desavenir racional, basado en un disentimiento y juicio de valor.
A la objeción de conciencia de tipo militar que ha adquirido ya un estatuto legal en ciertos países también se agregó desde hace largo tiempo la objeción de conciencia de tipo civil. Es invocado, en diversos lugares, bajo el nombre del derecho al disentimiento, como una especificación al derecho a la libertad de opinión, reconocido en la Declaración universal de los derechos humanos.
La participación ciudadana en la vida política es tan urgente y necesaria en el momento de las elecciones como en todo el transcurso de las actuaciones y desarrollo de los programas de gobierno. El gobierno democrático es una representación del pueblo; no una entrega ni una eneajenación de los derechos civiles del ciudadano. Cuando hablamos del deber político no podemos restringirlo solamente a los que aspiran al poder gubernamental o a los que detentan los poderes públicos. El poder político incumbe a todo ciudadano; dentro de ese deber está el ejercicio del poder gubernamental.
Ni los partidos ni las constituciones políticas pueden imponer determinadas ideologías. Lo ideológico es más bien del orden conciencial. Los partidos son opciones prácticas; las constituciones son principios y normas para regular el ejercicio de los derechos, no para desconocerlos. Los partidos no son el todo, no son el pueblo; siempre tienen que ser para el todo, para el pueblo. Los partidos han de ser órgano del pueblo, no del Estado. Son actividades dentro de una colectividad, no son la colectividad.
El partido único de signo totalitarista repugna a la naturaleza humana. El derecho a fundar nuevos partidos no puede ser restringido a ningún ciudadano, aunque deba regularse debidamente a su existencia. Nada contribuye más a la instauración del totalitarismo que el endiosamiento y la adoración de un solo líder que se crea insustituible, que fomenta la disolución de los partidos, para unificarlos en una solo organización que le sea incondicional y obediente ciegamente, sin derecho a disentir de él, quien se convertirá en su tirano por su propia decisión blandengue y entreguista, en virtud del temor injustificado que les infunde.
La política tendrá que dejar de ser un mero arte de dominar aprovechándose de los imponderables sociológicos. Tendrá que restituirse como una ciencia humanista que, en base a los derechos fundamentales del hombre y de la jurisprudencia social, fomente la mayor participación de los ciudadanos y su más adecuado e integral desarrollo.
"Cerrar la puerta sistemáticamente al acceso a la gestión pública a otros grupos lleva a extremar las tensiones políticas de los así marginados, con riesgo de la paz".
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