POR:SIMÓN ALBERTO CONSALVI.
Trágico destino el de las revoluciones que desembocan en desenfrenados aparatos de represión. Del esplendor y de la promesa, de la seducción y de la euforia, no van dejando sino ruinas morales y materiales, hasta el extremo de desconocerse y negarse a sí mismas para terminar dándose la mano con quienes fueron sus antípodas. La represión no tiene color, sus métodos son los mismos e iguales sus fines. Como si viviéramos en un mundo de sonámbulos, a veces me siento en combate con nuestros antiguos dictadores.
Quitémosle el nombre de Augusto Pinochet Ugarte, de Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza o Marcos Pérez Jiménez a los argumentos que los personeros de la revolución bolivariana esgrimen contra Internet, y haremos un viaje surrealista al pasado.
Nos preguntaremos (fatalmente) por qué se combatieron aquellas dictaduras si sus argumentos para censurar, controlar, falsear, discriminar, imponer, resultan los mismos que sus supuestos adversarios repiten.
Convendría, a manera de ilustración, intentar una antología de lo que el generalísimo Francisco Franco y Bahamonde, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, predicaba sobre los “perniciosos efectos de la libertad de expresión”. Aunque paradigmático, Franco no estaría solo en la tal antología de la intolerancia, pues lo escoltaría la cohorte de dictadores latinoamericanos y caribeños que combatieron a sangre y fuego a quienes no se les inclinaron ni callaron. La antología serviría de espejo, como si el tiempo se hubiera detenido, con otros personajes repitiendo aquellas lecciones de moral política.
La revolución bolivariana le ha declarado la guerra a muerte a Internet sobre la base de un episodio tan oscuro como circunstancial e irrelevante.
Esa fue la excusa, pero en realidad el conflicto tiene otros orígenes: la incompatibilidad del régimen con la libertad de pensamiento y con la libertad de expresión. Sean cuales fueren los medios, no habrá libertad ni tolerancia con ninguno.
Estamos condenados a vivir en un patético remedo de la España del generalísimo.
Da pena leer los periódicos extranjeros que difundieron la noticia de que el gobierno revolucionario de Venezuela se proponía controlar Internet y establecer la censura previa.
Refieren que el régimen no tolera las redes sociales y que sus personeros se irritan cuando son mencionados en Facebook o Twitter. Obviamente, están incómodos, temerosos, aprensivos, con ese invento infernal que es Internet y las ilimitadas posibilidades que le ofrece a los ciudadanos.
Que la gente se exprese por sí misma, sin intermediarios y sin preceptores, que escriba lo que piensa y describa lo que ve es algo subversivo, algo que atenta contra “la majestad del poder”, contra la “moral de la sociedad”, contra “la seguridad del Estado”. Las mismas palabras, los mismos argumentos, jaculatorias iguales a las del generalísimo Franco, que pensaba que una expresión de humor o de risa erosionaba su figura histórica.
Con los antecedentes de Cuba e Irán, de Corea del Norte o de Bielorrusia, los venezolanos tendríamos que bajar la cabeza para que no nos la corten; renunciar a la libertad de expresión, al intercambio personal, al buen humor que nos ayuda a atravesar este desierto revolucionario; renunciar, en fin, a lo que somos en aras de los apóstoles del pensamiento único y del silencio cómplice.
El Gobierno apelará a técnicas probadas en Cuba o Irán para regular el acceso a Internet, y de allí pasará a más refinados métodos de control. Aplicará, además, las mañas de la “inundación”, copar espacios, como lo ha hecho con los medios impresos y radioeléctricos.
Los estrategas gubernamentales objetan la difusión de noticias falsas por Internet y cuestionan lo propicia que es la red para esos fines. No obstante, una cosa son las noticias falsas (que no tendrán defensa), y otra mucho peor son las noticias falsificadas que difunden los medios oficiales en sus campañas de aniquilación del adversario.
Alegan que Internet “no puede ser un espacio sin ley”. Si quienes invocan tales argumentos respetaran el Estado de Derecho, las palabras tendrían resonancias menos hipócritas.
¿No es bajo esos paraguas que Venezuela es un país sin ley? Estas batallas contra Internet ocurren en Venezuela 25 años después del primer puntocom, lanzado en Estados Unidos el 15 de marzo de 1985, cuando 192 millones de sitios activos están registrados bajo ese dominio, coincidiendo con el proyecto estadounidense de priorizar a Internet por sobre la TV y otras redes de comunicación y, paradójicamente, el año que Internet ha sido propuesta para el Premio Nobel de la Paz. Si Gutenberg revolucionó el mundo y la cultura con la tipografía móvil, la revolución de Internet y sus implicaciones sobre la persona y la sociedad son impredecibles. Trágico destino el de las “revoluciones” que no pasan de imitar a viejos dictadores para justificar sus anacronismos.
Quitémosle el nombre de Augusto Pinochet Ugarte, de Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza o Marcos Pérez Jiménez a los argumentos que los personeros de la revolución bolivariana esgrimen contra Internet, y haremos un viaje surrealista al pasado.
Nos preguntaremos (fatalmente) por qué se combatieron aquellas dictaduras si sus argumentos para censurar, controlar, falsear, discriminar, imponer, resultan los mismos que sus supuestos adversarios repiten.
Convendría, a manera de ilustración, intentar una antología de lo que el generalísimo Francisco Franco y Bahamonde, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, predicaba sobre los “perniciosos efectos de la libertad de expresión”. Aunque paradigmático, Franco no estaría solo en la tal antología de la intolerancia, pues lo escoltaría la cohorte de dictadores latinoamericanos y caribeños que combatieron a sangre y fuego a quienes no se les inclinaron ni callaron. La antología serviría de espejo, como si el tiempo se hubiera detenido, con otros personajes repitiendo aquellas lecciones de moral política.
La revolución bolivariana le ha declarado la guerra a muerte a Internet sobre la base de un episodio tan oscuro como circunstancial e irrelevante.
Esa fue la excusa, pero en realidad el conflicto tiene otros orígenes: la incompatibilidad del régimen con la libertad de pensamiento y con la libertad de expresión. Sean cuales fueren los medios, no habrá libertad ni tolerancia con ninguno.
Estamos condenados a vivir en un patético remedo de la España del generalísimo.
Da pena leer los periódicos extranjeros que difundieron la noticia de que el gobierno revolucionario de Venezuela se proponía controlar Internet y establecer la censura previa.
Refieren que el régimen no tolera las redes sociales y que sus personeros se irritan cuando son mencionados en Facebook o Twitter. Obviamente, están incómodos, temerosos, aprensivos, con ese invento infernal que es Internet y las ilimitadas posibilidades que le ofrece a los ciudadanos.
Que la gente se exprese por sí misma, sin intermediarios y sin preceptores, que escriba lo que piensa y describa lo que ve es algo subversivo, algo que atenta contra “la majestad del poder”, contra la “moral de la sociedad”, contra “la seguridad del Estado”. Las mismas palabras, los mismos argumentos, jaculatorias iguales a las del generalísimo Franco, que pensaba que una expresión de humor o de risa erosionaba su figura histórica.
Con los antecedentes de Cuba e Irán, de Corea del Norte o de Bielorrusia, los venezolanos tendríamos que bajar la cabeza para que no nos la corten; renunciar a la libertad de expresión, al intercambio personal, al buen humor que nos ayuda a atravesar este desierto revolucionario; renunciar, en fin, a lo que somos en aras de los apóstoles del pensamiento único y del silencio cómplice.
El Gobierno apelará a técnicas probadas en Cuba o Irán para regular el acceso a Internet, y de allí pasará a más refinados métodos de control. Aplicará, además, las mañas de la “inundación”, copar espacios, como lo ha hecho con los medios impresos y radioeléctricos.
Los estrategas gubernamentales objetan la difusión de noticias falsas por Internet y cuestionan lo propicia que es la red para esos fines. No obstante, una cosa son las noticias falsas (que no tendrán defensa), y otra mucho peor son las noticias falsificadas que difunden los medios oficiales en sus campañas de aniquilación del adversario.
Alegan que Internet “no puede ser un espacio sin ley”. Si quienes invocan tales argumentos respetaran el Estado de Derecho, las palabras tendrían resonancias menos hipócritas.
¿No es bajo esos paraguas que Venezuela es un país sin ley? Estas batallas contra Internet ocurren en Venezuela 25 años después del primer puntocom, lanzado en Estados Unidos el 15 de marzo de 1985, cuando 192 millones de sitios activos están registrados bajo ese dominio, coincidiendo con el proyecto estadounidense de priorizar a Internet por sobre la TV y otras redes de comunicación y, paradójicamente, el año que Internet ha sido propuesta para el Premio Nobel de la Paz. Si Gutenberg revolucionó el mundo y la cultura con la tipografía móvil, la revolución de Internet y sus implicaciones sobre la persona y la sociedad son impredecibles. Trágico destino el de las “revoluciones” que no pasan de imitar a viejos dictadores para justificar sus anacronismos.
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