martes, noviembre 23, 2010

¡Tiburón, Tiburón! grita el Capitán Garfio.



POR: ARCANGEL VULCANO.

Luego de su desastroso naufragio al mando del destartalado buque escarlata hundido trágicamente en medio de las tormentosas y turbulentas aguas del Caribe, el desventurado seudo revolucionario aprendiz de navegante, apenas sobrevive flotando a merced de los elementos, acechado por toda clase de fieras marinas, acogotado por los restos y desechos del siniestrado navío, esparcidos a su alrededor como basurero del océano. Se siente lógicamente a merced de sus jurados enemigos que colman el mar; lo mortifican múltiples peligros que lo acechan; pero al que más teme y denuncia es al Tiburón Blanco del norte quien según dice, le tiene el ojo y su olfato puesto desde hace largo tiempo.

El descomedido bucanero aventurero, yace cabizbajo y mal herido sobre aguas muy turbulentas, con la espalda al sol, víctima de sus delirios de grandeza, narcisista personalidad, públicos errores y decisiones descabelladas. Apenas logra permanecer a flote desesperadamente aferrado a un pedazo del tétrico mástil central que le sirve de salvavidas. Bajo sus pies, en el abismo, muy destrozado por los cortantes arrecifes sucumbió el buque rojo. Un puñado de sobrevivientes integrantes de su desmoralizada tripulación aún lo acompañan más que por lealtad, por evidente necesidad de supervivencia. De aquellos desventurados sobresalen las golpeadas cabezas de algunos mariscales de campo derrotados, que sangran profusamente por sus heridas abiertas; otros en su desgracia, se muestran cangrenados por causa de la lacerante corrupción, contraída durante las últimos fatídicos episodios que desencadenaron la inevitable tragedia del resquebrajado bergantín, finalmente hundido en razón de sus troneras, a merced del poderoso tsunami que lo azotó.

El Capitán náufrago, desvelado, aterrorizado, temeroso y muy tembloroso, presiente su triste final cuando ve venir una tras otra las gigantescas y horripilantes olas durante la despiadada tormenta que aún no cesa. Obligado en virtud de las tristes circunstancias a tragar arena y beber agua salada, se deshidrata y deprime rápidamente; por lo que toda clase de torturadores pensamientos le perturban y agobian. Pero lo peor es que su pesada figura, su metálico, desgastado, oxidado e inútil garfio, junto a su porosa pata de palo, lo halan invariablemente hacia el fondo, y su larga nariz sumergida lo empujan y precipitan hacia el abismo; cada vez que abre la boca creyendo oxigenarse con ello, traga más agua insalubre, mientras las tormentosas nubes no paran de derramar torrenciales lluvias que lo ahogan. Rayos y centellas iluminan el oscurecido cielo, teme ser electrocutado y quemado vivo; ahora nadie le lanza un salvavidas, chapotea desesperado mientras puede; pero enfermo por la ambición se aferra a los cofres de madera repletos de morocotas que aún flotan en su entorno, sin sospechar siquiera, que se le aproximan sumergidas miles de voraces y blancas pirañas, que no tardarían en descuartizarlo si se descuida.

El penoso pirata está más pendiente de mirar la superficie que el fondo, vigila incesantemente para evitar ser sorprendido por los verdosos, mortíferos cocodrilos y caimanes, siempre armados con sus puntiagudos y lacerantes colmillos; pero en realidad, el pánico lo petrifica al imaginarse perecer tragado vivo, vuelto pedazos entre las feroces fauces, cortado por los aserrados y filosos dientes del Tiburón Blanco del Norte. Sospecha que podría venir por él y su náufraga tripulación en cualquier momento, cuando menos lo espere.

Los distintos roedores polizontes hace tiempo que abandonaron el barco, se comieron el queso que pudieron y se lo llevaron atragantado en sus barrigas; varios probablemente ganaron la orilla de alguna playa paradisíaca; otros posiblemente perecieron, se ahogaron, o fueron alimento de tiburones azules y otros escualos; otros seguramente fueron desterrados o condenados en celdas de castigo; tal vez algunos naufragaron en alguna isla desierta; pero los roedores, son siempre los primeros en abandonar el barco al olfatear un naufragio. Pero al bucanero desolado, le quedaron para acompañarlo en su naufragio algunos almirantes, contramaestres, timoneles, inexpertos y advenedizos marineritos de agua dulce, todos muy mal heridos, que sangran y tiñen de rojo las agitadas aguas caribeñas.

Al Capitán Garfio un frío eléctrico le atraviesa por todo el espinazo, cuando presiente llegar la oscura noche, sobreviviendo herido sobre el inhóspito mar; tal vez es por eso que decide comenzar a lanzar alaridos de auxilio cada vez que siente en su humanidad sumergida el roce de alguna alga marina o criatura viviente. En ese estado de alarma cualquier cosa le produce escozor al asustadizo pirata, porque al padecer de terrible sed, sufre de espantosas alucinaciones, por lo que comienza a experimentar terroríficos espejismos. Clama unidad sobre su entorno a sus alejados marineros, apartados mediante los golpes de garfio y la corriente caprichosa. Por causa del peligro que presiente desea -ahora si- tenerlos apiñados para usarlos sin recato como escudos humanos preventivos anti ataques de tiburones (escualos); quiere eso si, uniformarlos a toditos con franelas de color “rojo rojito” en pleno océano infestado de escualos de distintas especies, colores y tamaños, pensando que así lograría confundir o distraer al Tiburón Blanco. Así persigue conformar en su entorno, una suerte de bloque o anillo, integrado por sangrantes y sedientos náufragos mal heridos flotando en el mar uniformados de rojo, a esperar ver venir a los tiburones, para que lo protejan de todo diente, colmillo o mordida fatal. Nada más les pide a sus desventurados marineritos rojos rojitos; que se inmolen por él.

¿Y que pasó y pasará a las focas que iban en el buque acompañando y aplaudiendo a rabiar al Pirata? Su historia es otra, ellas son muy rápidas nadando en el mar, muy resbalosas, huidizas, pueden sobrevivir nadando durante largo tiempo muchísima distancia; acostumbradas a sobrevivir en el mar bajo perenne persecución de su depredador natural. Gran parte de ellas rodaron por la resbalosa cubierta durante el siniestro del barco, pero todas saben flotar, nadar y resistir, su elemento es el agua y su hábito comer pescado; cuando no suelen aplaudir y hacer maromas en el circo. Pero las que permanecieron cerca del capitán le temen más al Tiburón Blanco que él, se muestran aún serviles pero cautelosas, sostenidas sobre sus respectivos pedestales de flotante madera; pero listas para brincar talanqueras directo al agua, para nadando muy rápido sobre las olas intentar salvar el pellejo ante cualquier ataque sorpresivo del Tiburón Blanco del Norte, que igualmente las perseguirá hasta donde puedan aguantar, ser comidas, o lograr algunas escabullirse en el inmenso océano.

El Capitán Garfio, acostumbrado como está al disimulo, no ignora la naturaleza trágica y fatal de los acontecimientos futuros, por eso clama a sus desmoralizados náufragos unidad para intentar evitar ser engullido vivo. Les recuerda viejas batallas, pasadas victorias, lugares comunes, mediante su empalagoso, vacío, hueco y repetitivo discurso, sin ya lograr entusiasmar a nadie. Sus antiguos incondicionales finalmente lo han visto desnudo y a merced de los escualos; pero él, porfiadamente les sigue en medio de las aguas preguntando por su espada, la procura, pero la ha perdido, yace sumergida.

De pronto se escucha muy cerca un alarido de dolor proferido por alguno de los desventurados Camaradas de causa, vecino de agua, quien también flotaba a pocas brazadas de su Jefe el Capitán Garfio, al ser “atrapado” por un hambriento Tiburón Tigre (De menor envergadura) que lo hizo gritar al morderlo, sin que el Capitán pirata pudiera auxiliarlo.

El Capitán Garfio precavidamente intuyendo parecida suerte, al rozarle la pierna de palo un pececillo bajo el agua, comienza también a gritar: ¡Tiburón, Tiburón! -¿Dónde? -preguntan los náufragos más próximos- El Capitán desesperadamente apunta con su garfio en todas direcciones, gritando: -¡Tiburón, Tiburón! Me quiere matar, me quiere comer, derrocar –perdón, quisimos decir, devorar-.Pero, uno de su más antiguos vigías le advierte: -No fue un Tiburón el que lo medio tocó Capitán, fue un pequeño camarón que lo rozó en la pata de palo y por eso no distingue, pero ya se lo llevó la corriente, así que no se alarme –le aseguró el vigía-. –No me alarmo, yo soy un Varón –desde que el antioqueño Uribe impuso la moda- lo que pasa es que no me gusta que me meneen, recuerden que “yo soy como el espinito que en la sabana florea, le doy aroma al que pasa y espino al que me menea”; pero eso parecía un Tiburón, creí que era un Tiburón –insistió el pirata temblorosamente-. –No Capitán, en realidad, fue un camarón, que le rozó el pantalón –le insiste el marino-¿Cuál pantalón chico, tú no ves, que yo me quedé desnudo después del naufragio? –Le aclaró el nervioso bucanero-.

Después de este episodio trágico del camarada cómplice de infortunio, enseguida el Capitán Garfio comienza a rociar repelente anti tiburones en su derredor; se rodea de señuelos; aparta mediante su garfio a varios de los más sangrantes compañeros muy mal heridos; establece distancias con camaradas cangrenados; ordena a sus más obedientes marineros que coloquen plomos a los fallecidos y en estado de descomposición, y hundirlos para evitar atraer a los escualos de otras aguas lejanas e internacionales; todo lo hace preventivamente, hasta el nombre se cambiaría si fuera necesario, borraría cualquier resquicio de su vieja imagen ya devaluada con tal de que el Tiburón Blanco no lo identifique ni atrape, ni lo encuentre reunido –asociado- con tanto pirata o bucanero , que haya quedado naufrago sangrando tiñendo ahora las turbulentas aguas caribeñas de rojo.
El desnudo capitán Garfio, les exige mística y espíritu patriótico, al grupo de bucaneros sobrevivientes –camarilla- aún flotando junto a él vestiditos de rojo, en medio de las aguas repletas de escualos, que esperen juntos, muy unidos, muy compactos, y en bloque, al Gran Tiburón Blanco que viene por él –no a saludarlo, sino a engullirlo vivo- por eso alerta a toda la comarca que está amenazándolo, mostrándole su gigantesca aleta dorsal. Exige compañía en medio del riesgoso océano, porque no quiere que El Tiburón Blanco lo encuentre jamás solo e indefenso, y menos mientras cuida los caudalosos tesoros de sus súbditos, los inagotables barriles repletos de oro, a los cuales se aferra piadosamente solo “por amor”, jamás por ambición, porque él nunca codiciaría nada para él, todo será para la tripulación y los más pobres marineros. Es por lo que el pirata náufrago solicita en medio del mar: -A preservarme, cuidarme, porque me quiere matar ese Tiburón asesino. Pero nadie le atiende, aunque destila pánico –¿que haría mal?-

Muy cerca, se asoma un gigantesco tsunami, el Capitán Garfio, cree poder detenerlo en vano gritando ¡Tiburón, Tiburón! para así tratar de alarmar, confundir y distraer a propios y extraños; pero no, lo que se aproxima y ya se ve venir sobre la poderosa cresta de la ola de ese tsunami, son 2012 tiburones muy unidos y compactos integrantes de las más diversas especies, tamaños y colores, que lo arrollarán, pero no engulléndolo, sino estableciéndole un rotundo ¡cambio y fuera! al embaucador, embustero y truculento Capitán Garfio.

2 comentarios:

Isa Peña O`conn dijo...

Bello su relato, me he zambullido en su esclarecedora fabula y por momentos me he visto como un poderoso escuálido en el inmenso océano, gracias por su trabajo por este blog que sigo asiduamente.

Isa O`conn

Arcangel Vulcano dijo...

Isa Peña,gracias a ti, por tu agradable visita y tus estimulantes comentarios. Nos alegra muchísimo que te "zambulleras en la fábula" o relato de ficción...

Un fraternal saludo.