POR:SERGIO RAMÍREZ.
En el cuadro La fuente de la juventud de Lucas Cranach, que se conserva en el Museo Estatal de Berlín, ancianas decrépitas son llevadas en carromatos hasta el borde de un estanque de aguas milagrosas, y tras entrar en ellas salen del otro lado, jóvenes y bellas otra vez, para ser conducidas por pajes a unas tiendas donde reciben ricos ropajes, y ya vestidas se entregan de nuevo a la fiesta del mundo en un verde prado donde hay mesas ricamente servidas, y caminos floridos por los que se pierden con amantes tan jóvenes como ellas.
El sueño de la eterna juventud se parece al sueño de la inmortalidad. Las aguas providenciales no sólo devuelven a los viejos las carnes lozanas, sino que el milagro obrará cuantas veces sea necesario, hasta la eternidad. Es lo que pretendía Juan Ponce de León cuando siendo gobernador de Puerto Rico escuchó decir que a leguas de allí se hallaba esa fuente de la juventud urdida en las historias más antiguas: el agua de la vida a la que se llegaba tras atravesar la tierra de la oscuridad, que ya estaba en el Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville y en los escritos acerca del Preste Juan.
Soplaron en el oído ambicioso de Ponce de León la noticia de que un cacique anciano había recuperado de tal manera sus fuerzas gracias a aquellas aguas, que pudo emprender de nuevo “todos los ejercicios del hombre, tomar nueva esposa y engendrar más hijos”. Armó entonces una expedición para ir en busca de la fuente maravillosa que le daría juventud eterna, y al mismo tiempo en busca de la riqueza infinita que le depararía la industria de vender juventud embotellada.
No la halló, dice el cronista Fernández de Oviedo, y “fue muy gran burla decirlo los indios y mayor desvarío creerlo los cristianos”; y aunque anduvieron perdidos más de seis meses por pantanos desconocidos, descubrieron en cambio la península de la Florida.
Hoy en día, el mito recurrente del remedio para nunca envejecer parece tomar cuerpo de nuevo. En los centros de investigación y en los laboratorios, se trabaja de manera incansable en hallar la nueva piedra filosofal que dará vida sana y robusta por un término de mil años, según los alquimistas modernos más entusiastas.
Esta es la tarea de la fundación Strategies for Engineered Negligible Senescence (SENS), que busca articular una ingeniería genética que vuelva insignificante el envejecimiento, y sea capaz de prolongar radicalmente la longevidad. Fundada por el doctor Aubrey de Grey, un genetista británico que antes había presidido la fundación Matusalén, la SENS acaba de concluir en el Queen’s College de la Universidad de Cambridge una conferencia en la que participaron doscientos especialistas de todo el mundo en ingeniería de los tejidos, regeneración celular, biomedicina, y biogeriatría.
No se trata de buscar en algún paraje lejano una fuente de aguas providenciales, sino de un problema de ingeniería, afirma el doctor de Grey: las claves de la juventud están en identificar y catalogar los cambios moleculares y celulares que traen como consecuencias la degeneración del cuerpo y por tanto la muerte, y una vez debidamente identificados esos cambios, revertirlos. ¿Cuánto tomará llegar a alcanzar una cota de longevidad de mil años? Para algunos de los científicos ésta es una meta exagerada, y hasta fantasiosa.
Pero que en unas cuantas décadas más se pueda detener el envejecimiento, lo dan por cierto. Pronto se podrán controlar las enfermedades de los viejos que son aquellas de carácter neurodegenerativo y las cardiovasculares, así como las que tienen que ver con el debilitamiento muscular y la indefensión frente a las infecciones.
Y el camino para avances futuros ha sido encontrado. Se descubren drogas que ayudan a detener el proceso degenerativo de los tejidos, y se comienza desde ahora a penetrar en el misterio de los códigos genéticos que tienen que ver con la duración de la vida de las células. Ya se ha identificado un gene bautizado como Sirt1, que puede reparar los daños causados por la decadencia de las células, y capaz también de provocar la sustitución de aquellas destinadas a morir como consecuencia del abuso en el consumo de alimentos saturados de grasa, y que causan los males de nuestro tiempo: diabetes, infartos cardíacos, cáncer en el hígado.
Hay, además, otras noticias alentadoras. Está demostrado que al menos en los países desarrollados el promedio de la expectativa de vida ha crecido espectacularmente: hoy se vive dos años más por cada década, cuando apenas hace un siglo el promedio de la existencia de un individuo no pasaba de los cincuenta años, y en el siglo diecinueve apenas a los treinta empezaba la etapa de la vejez. Dentro de tres décadas, según cálculo de los científicos reunidos en Cambridge, habrá en el mundo dos mil millones de personas que habrán alcanzado los sesenta años de edad.
Pero no se trata de concebir un mundo poblado por seres decrépitos y achacosos, entregados al sino de padecer enfermedades de viejos. Se tratará de una tercera edad dorada, con atributos de juventud; con viejos, si es que así deberá llamárseles, sanos y vigorosos, capaces de seguir reproduciendo a la especie, como el cacique de la historia que soplaron en el oído calenturiento de Ponce de León.
Cambridge, septiembre 2009.
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