El pueblo de Dios tiene derecho a que le sean brindados criterios para distinguir entre los verdaderos y los falsos profetas. Aquellos viven en plena unidad con La Iglesia y dan testimonio de una acción pastoral que no toma su fuerza del tono y los términos del clamor, sino de la autenticidad y humildad con que ejerce su tarea de ser voz de Dios. La unidad de La Iglesia es para ellos condición para el vigor del anuncio evangélico. Y parte muy importante de esa unidad es la comunión franca, leal, confiada, respetuosa con aquellos que han recibido la misión de ser pastores de La Iglesia. Esperan, con el corazón del padre celestial, el retorno de quienes han abandonado la casa.
Los falsos profetas, en cambio, descuidan el anuncio propiamente evangélico. Se dejan seducir por la tentación de ser estimados como líderes políticos, cargados de promesas revolucionarias y disgregan la comunidad. No transmiten la palabra de Dios sino el lenguaje de hombres. “Yo no envié a esos falsos profetas, y ellos corrían; no les hablé, y ellos profetizaban;…aquí estoy yo contra los profetas –oráculo del Señor- que manejan la lengua para soltar oráculos; aquí estoy yo contra los profetas que cuentan sus sueños falsos y extravían a mi pueblo con sus embustes y su presunción, cuando yo ni los he enviado ni dado órdenes; no aprovecharán a este pueblo” (Jr23, 21, 31-32).
La adopción de la ideología marxista penetra todos los aspectos de la vida eclesial. También constituye la fuente de la vida de Iglesia: la Palabra de Dios. Hace de la Pascua Judía una interpretación meramente política y presenta el éxodo, ante todo, como una epopeya revolucionaria que sería tipo de la que los cristianos “comprometidos” deberían realizar hoy. Los textos de los profetas son sacados de su espíritu original y usados como consignas de índole subversiva. El Nuevo Testamento es sometido a verdaderos asaltos, cuyo botín es distribuido luego a los fieles como si fueran conquistas maduras y definitivas de las exégesis; las Bienaventuranzas y el Magnificar serían consignas revolucionarias que encontrarían su más acabado sentido en la heroicidad de los mártires de la nueva fe: guerrilleros latinoamericanos, presentados como místicos de elevados quilates. Nos encontramos ante una intolerable alteración de la palabra de Dios.
Tal “relectura” se trasplanta después en forma de evangelización reducida a concientización revolucionaria, y a una catequesis en la que ciertos acontecimientos políticos o cierta “praxis política”, desarrollada por grupos de “cristianos por el socialismo” y afines, toman el puesto que en La Iglesia corresponde sólo a la Revelación. Todo lo cual produce inmenso desconcierto en las comunidades sometidas a esta clase de abusos. Echan mano de textos suedolitúrgicos, que más bien suenan a manifiestos o arengas políticas o a canciones de protesta.
Por eso nos extraña la curiosa interpretación del evangelio que nos proponen estos “cristianos por el socialismo”. Para ellos el mensaje evangélico no sería en primer término ético-religioso, y por ello mismo social; más bien, a la inversa, las realidades sobrenaturales del Evangelio –el Reino, la caridad, los sacramentos- se les aparecen como signos y figuras de realidades temporales, regímenes, clases, estructuras en las que vendría a cumplirse la intención y la palabra de Jesús. Para tal cumplimiento ha habido que esperar, diez y nueve siglos, la llegada de una “ciencia” medidora –el método marxista- que nos enseñará cómo las estructuras transforman el corazón humano y no viceversa. Lo cual llevaría, a su vez, a una cabal reinterpretación de los Evangelios, que nos revelaría su sentido más profundo y original: la liberación-revolución. Nosotros afirmamos que esta presunta exégesis no es sino una inversión de la obra y la palabra de Jesús, de sus parábolas y sus milagros, de su vida, muerte y resurrección, misterios todos que han sido y serán siempre entendidos por La Iglesia en su sentido original y esencial, el mismo que entendieron los Apóstoles y el que recibimos por tradición apostólica, sin la mediación de ninguna “ciencia” que, bajo el pretexto de hacer más luz sobre los Evangelios, termina por distorsionar y aun invertir su sentido propio.
Si Cristo hubiera pretendido esa especie de simbolismo inverso en su mensaje –pueblos que significan clases, virtudes que significan sistemas o regímenes, bienaventuranzas que significan estructuras, conversiones que significan revoluciones, sacramentos que significan partidos o grupos sociales- nos lo habría hecho saber.
Interpretar de esta manera abusiva la sagrada Escritura e instrumentalizarla caprichosamente para la concientización marxista en un rompimiento consciente y libre de la comunión eclesial comporta gravísima profanación de la palabra de Dios. El verdadero creyente, con cuanta mayor razón el sacerdote, sabe que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio de La Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”.Estas interesadas deformaciones de la palabra del Evangelio provocan desconcierto en toda la comunidad eclesial, introduciendo en ella el fruto de teorías ajenas al espíritu de Cristo; utilizando las palabras del evangelio, alteran convenientemente su significado.
Cristo es presentado por estos falsos profanadores como un revolucionario subversivo. Habría venido como un “zelote” a instaurar su reino en forma violenta, con la espada (Mt 10,34), reino que los violentos conquistarían (Mt 11, 12). Un signo de advenimiento de la revolución sería el episodio del Señor en el Templo cuando fustiga a los explotadores (Jn 2, 13-16). Después de desafiar a los poderosos, a causa de su actitud rebelde muere condenado por los grandes de su tiempo. La Cruz es vaciada así de su valor redentor para convertirse en símbolo de subversión y lucha de clases. Otros en cambio, aceptan que Cristo no fue caudillo de un grupo revolucionario, pero su modalidad de presencia y de compromiso político debe ser inspiración central para la revolución en curso. En su vida mortal su rebeldía fue a la vez religiosa y política. Encabezó la única subversión posible en su tiempo: la que tenía por objeto el agrietamiento de los poderes religiosos confabulados con la dominación romana.
Jesucristo, según estas tesis, vivió para las clases oprimidas, como “el ser para los demás” contra los opresores. Pero pasan por alto su acercamiento y encuentro con personas pertenecientes a las distintas clases sociales de su época, algunas despreciadas como era el caso de los publícanos a cuya mesa se sentaba, y de los cuales llamó a algunos a su inmediato seguimiento, incluso hasta convertirlos en discípulos. E igualmente olvidan que las acusaciones fundamentales contra él no fueron políticas; y las que se adujeron en esta línea política son presentadas por los Evangelistas como falsos testimonios.
Ya se trate del Cristo caudillo de grupo o revolucionario, ya del Cristo políticamente comprometido, en la forma en que suelen presentarlo, no es el Cristo que se manifestó realmente en la historia como la interpreta La Iglesia Católica, el Cristo en el cual creemos. Una cosa es aceptar que su mensaje de amor universal tiene repercusiones sociales y políticas de extraordinario alcance y profundidad, otra muy distinta convertirlo en Mesías terrenal.
No es el puño endurecido el que agita Jesús desde el madero, como lo presentan algunos gráficos, sino el “siervo de Yahvé ” que invita, comprende, perdona, reconcilia con el Padre a todos los hombres, por cuya causa vive, muere y resucita. Cuando profesamos nuestra fe en Jesucristo lo proclamamos como el único Señor, actuante, por quien vale la pena vivir y morir; lo reconocemos como el único Mediador y Salvador. Cristo no es una consigna de lucha, de reivindicación, aun legítimas, de fraternidad, sino la plenitud de la Divinidad, que habita entre nosotros, en quien vivimos, nos movemos y existimos.
La adulteración antes descrita de la persona de Cristo comporta la más crasa secularización del mensaje cristiano: “Para unos, el compromiso de las liberaciones políticas, culturales o sociales del momento tiene prioridad sobre la iniciativa divina. Encierran la salvación en el marco de las luchas individuales o colectivas a favor de la promoción humana. El resultado es que la fidelidad cristiana se reduce a alianzas políticas, a estrategias y a objetivos que se refieren a la toma del poder. Esa secularización del mensaje cristiano hace que éste se reduzca a valores culturales y a ideologías socio-económicas. Cristo, considerado sólo como paradigma moral o únicamente bajo el aspecto de su solidaridad con los pobres, pasa a desempeñar simplemente un papel de garantía o referencia para una causa o para la lucha de una clase social. De hecho, no se recurre a Cristo sino para dar valor a una toma de posición política o para ganarse el favor de la opinión cristiana. Cualquiera fuera el propósito de estos manipuladores y deformadores del mensaje infinito de Cristo, constituye una falacia, una vulgar mentira, para esconder sus oscuros fines.(Fundamentado en el libro:Misión Política de La Iglesia de Cesáreo Gil).
Los falsos profetas, en cambio, descuidan el anuncio propiamente evangélico. Se dejan seducir por la tentación de ser estimados como líderes políticos, cargados de promesas revolucionarias y disgregan la comunidad. No transmiten la palabra de Dios sino el lenguaje de hombres. “Yo no envié a esos falsos profetas, y ellos corrían; no les hablé, y ellos profetizaban;…aquí estoy yo contra los profetas –oráculo del Señor- que manejan la lengua para soltar oráculos; aquí estoy yo contra los profetas que cuentan sus sueños falsos y extravían a mi pueblo con sus embustes y su presunción, cuando yo ni los he enviado ni dado órdenes; no aprovecharán a este pueblo” (Jr23, 21, 31-32).
La adopción de la ideología marxista penetra todos los aspectos de la vida eclesial. También constituye la fuente de la vida de Iglesia: la Palabra de Dios. Hace de la Pascua Judía una interpretación meramente política y presenta el éxodo, ante todo, como una epopeya revolucionaria que sería tipo de la que los cristianos “comprometidos” deberían realizar hoy. Los textos de los profetas son sacados de su espíritu original y usados como consignas de índole subversiva. El Nuevo Testamento es sometido a verdaderos asaltos, cuyo botín es distribuido luego a los fieles como si fueran conquistas maduras y definitivas de las exégesis; las Bienaventuranzas y el Magnificar serían consignas revolucionarias que encontrarían su más acabado sentido en la heroicidad de los mártires de la nueva fe: guerrilleros latinoamericanos, presentados como místicos de elevados quilates. Nos encontramos ante una intolerable alteración de la palabra de Dios.
Tal “relectura” se trasplanta después en forma de evangelización reducida a concientización revolucionaria, y a una catequesis en la que ciertos acontecimientos políticos o cierta “praxis política”, desarrollada por grupos de “cristianos por el socialismo” y afines, toman el puesto que en La Iglesia corresponde sólo a la Revelación. Todo lo cual produce inmenso desconcierto en las comunidades sometidas a esta clase de abusos. Echan mano de textos suedolitúrgicos, que más bien suenan a manifiestos o arengas políticas o a canciones de protesta.
Por eso nos extraña la curiosa interpretación del evangelio que nos proponen estos “cristianos por el socialismo”. Para ellos el mensaje evangélico no sería en primer término ético-religioso, y por ello mismo social; más bien, a la inversa, las realidades sobrenaturales del Evangelio –el Reino, la caridad, los sacramentos- se les aparecen como signos y figuras de realidades temporales, regímenes, clases, estructuras en las que vendría a cumplirse la intención y la palabra de Jesús. Para tal cumplimiento ha habido que esperar, diez y nueve siglos, la llegada de una “ciencia” medidora –el método marxista- que nos enseñará cómo las estructuras transforman el corazón humano y no viceversa. Lo cual llevaría, a su vez, a una cabal reinterpretación de los Evangelios, que nos revelaría su sentido más profundo y original: la liberación-revolución. Nosotros afirmamos que esta presunta exégesis no es sino una inversión de la obra y la palabra de Jesús, de sus parábolas y sus milagros, de su vida, muerte y resurrección, misterios todos que han sido y serán siempre entendidos por La Iglesia en su sentido original y esencial, el mismo que entendieron los Apóstoles y el que recibimos por tradición apostólica, sin la mediación de ninguna “ciencia” que, bajo el pretexto de hacer más luz sobre los Evangelios, termina por distorsionar y aun invertir su sentido propio.
Si Cristo hubiera pretendido esa especie de simbolismo inverso en su mensaje –pueblos que significan clases, virtudes que significan sistemas o regímenes, bienaventuranzas que significan estructuras, conversiones que significan revoluciones, sacramentos que significan partidos o grupos sociales- nos lo habría hecho saber.
Interpretar de esta manera abusiva la sagrada Escritura e instrumentalizarla caprichosamente para la concientización marxista en un rompimiento consciente y libre de la comunión eclesial comporta gravísima profanación de la palabra de Dios. El verdadero creyente, con cuanta mayor razón el sacerdote, sabe que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio de La Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”.Estas interesadas deformaciones de la palabra del Evangelio provocan desconcierto en toda la comunidad eclesial, introduciendo en ella el fruto de teorías ajenas al espíritu de Cristo; utilizando las palabras del evangelio, alteran convenientemente su significado.
Cristo es presentado por estos falsos profanadores como un revolucionario subversivo. Habría venido como un “zelote” a instaurar su reino en forma violenta, con la espada (Mt 10,34), reino que los violentos conquistarían (Mt 11, 12). Un signo de advenimiento de la revolución sería el episodio del Señor en el Templo cuando fustiga a los explotadores (Jn 2, 13-16). Después de desafiar a los poderosos, a causa de su actitud rebelde muere condenado por los grandes de su tiempo. La Cruz es vaciada así de su valor redentor para convertirse en símbolo de subversión y lucha de clases. Otros en cambio, aceptan que Cristo no fue caudillo de un grupo revolucionario, pero su modalidad de presencia y de compromiso político debe ser inspiración central para la revolución en curso. En su vida mortal su rebeldía fue a la vez religiosa y política. Encabezó la única subversión posible en su tiempo: la que tenía por objeto el agrietamiento de los poderes religiosos confabulados con la dominación romana.
Jesucristo, según estas tesis, vivió para las clases oprimidas, como “el ser para los demás” contra los opresores. Pero pasan por alto su acercamiento y encuentro con personas pertenecientes a las distintas clases sociales de su época, algunas despreciadas como era el caso de los publícanos a cuya mesa se sentaba, y de los cuales llamó a algunos a su inmediato seguimiento, incluso hasta convertirlos en discípulos. E igualmente olvidan que las acusaciones fundamentales contra él no fueron políticas; y las que se adujeron en esta línea política son presentadas por los Evangelistas como falsos testimonios.
Ya se trate del Cristo caudillo de grupo o revolucionario, ya del Cristo políticamente comprometido, en la forma en que suelen presentarlo, no es el Cristo que se manifestó realmente en la historia como la interpreta La Iglesia Católica, el Cristo en el cual creemos. Una cosa es aceptar que su mensaje de amor universal tiene repercusiones sociales y políticas de extraordinario alcance y profundidad, otra muy distinta convertirlo en Mesías terrenal.
No es el puño endurecido el que agita Jesús desde el madero, como lo presentan algunos gráficos, sino el “siervo de Yahvé ” que invita, comprende, perdona, reconcilia con el Padre a todos los hombres, por cuya causa vive, muere y resucita. Cuando profesamos nuestra fe en Jesucristo lo proclamamos como el único Señor, actuante, por quien vale la pena vivir y morir; lo reconocemos como el único Mediador y Salvador. Cristo no es una consigna de lucha, de reivindicación, aun legítimas, de fraternidad, sino la plenitud de la Divinidad, que habita entre nosotros, en quien vivimos, nos movemos y existimos.
La adulteración antes descrita de la persona de Cristo comporta la más crasa secularización del mensaje cristiano: “Para unos, el compromiso de las liberaciones políticas, culturales o sociales del momento tiene prioridad sobre la iniciativa divina. Encierran la salvación en el marco de las luchas individuales o colectivas a favor de la promoción humana. El resultado es que la fidelidad cristiana se reduce a alianzas políticas, a estrategias y a objetivos que se refieren a la toma del poder. Esa secularización del mensaje cristiano hace que éste se reduzca a valores culturales y a ideologías socio-económicas. Cristo, considerado sólo como paradigma moral o únicamente bajo el aspecto de su solidaridad con los pobres, pasa a desempeñar simplemente un papel de garantía o referencia para una causa o para la lucha de una clase social. De hecho, no se recurre a Cristo sino para dar valor a una toma de posición política o para ganarse el favor de la opinión cristiana. Cualquiera fuera el propósito de estos manipuladores y deformadores del mensaje infinito de Cristo, constituye una falacia, una vulgar mentira, para esconder sus oscuros fines.(Fundamentado en el libro:Misión Política de La Iglesia de Cesáreo Gil).
1 comentario:
Arcángel,tu como que eres adivino, porque el tipo ayer habló de Jesucristo y se atribuye su doctrina como propia.Se la pasa usando en su delirio hasta al propio Dios, para justificar sus medidas economicas disparatadas.En verdad que tal actitud constituye una verdadera manipulación y deformación del mensaje cristiano; hasta citas del Nuevo Testamento hizo ayer para atacar a los oligarcas, éste individuo no parece tener límites en su ambición de poder ...
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