POR:CARLOS BLANCO / TIEMPO DE PALABRA.
No hay caso político que el gobierno no gane, ni juicio con promesa de cárcel para disidentes
No hay caso político que el gobierno no gane, ni juicio con promesa de cárcel para disidentes
Fusilamiento con toga
El gobierno se ha propuesto liquidar de manera radical a la dirección opositora. Si esto no se ve claro, los dirigentes y representantes de la disidencia irán cayendo como pajaritos al descampado en manos del pajarricida de la comarca.
En los diez años del régimen ha habido un equilibrio de fuerzas entre la oposición y el gobierno. Esta situación ha impedido a la oposición proceder al relevo democrático de Chávez; pero, del mismo modo, ha impedido que éste imponga en forma completa su siniestro diseño. Confrontado con las dificultades económicas y con la ebullición social subterránea, que aflora en fumarolas por aquí y por allá, y que promete erupciones masivas, ha decidido aplicar la política de tierra arrasada contra los opositores.
Lo hace dentro de una estrategia inteligente, hay que decirlo. Apacigua al mundo internacional con carantoñas a los presidentes, mientras aplica la política de demolición puertas adentro. Cuenta con el pragmatismo de otros jefes de Estado, el cual les aconseja hacerse los locos ante dramas domésticos ajenos, para no adquirir, gratis, un problema. Afuera ningún gobierno moverá un meñique mientras Chávez se porte en la escena internacional con la moderación requerida. Mientras, de los movimientos políticos no se puede esperar mucho porque no hay partidos poderosos, solidarios y principistas, como en los tiempos antiguos. Allí están demócratas chilenos, argentinos y brasileños mirando hacia otro lado.
EL INSTRUMENTO. Son cada vez menos los países que emplean el paredón. Las técnicas para sancionar a los disidentes se han hecho sofisticadas. No es de buen ver que se ponga a un ser humano con un muro a su espalda, mientras un oficial da la orden, y se ve la escena en la cual, por unas milésimas de segundo -mientras pasa de la vida al más allá-, el personaje se queda suspendido entre las balas y la pared que lo sostiene, en esos segundos del máximo dolor, del máximo miedo y de la nada.
Al viejo paredón habanero lo sustituye un recinto de 2×4; el capitán que dirigía la escuadra de fusilamiento se trueca en juez, y los integrantes del pelotón, los fiscales, policías y “luchadores sociales” quedan trasmutados en sapos. Sin embargo, el efecto es el mismo: la liquidación del adversario político. Su conversión en polvo de estrellas y recuerdo.
El sistema judicial cumple esas funciones. No hay un caso político en el que el gobierno no gane; no hay juicio que no sea una promesa de cárcel para un disidente, a corto o mediano plazo. Si no existiera el artículo por el cual enjuiciar, se modifica la ley; si no hay fiscal para que acuse, se nombra; si el juez vacila, se le sustituye; si el funcionario judicial se tambalea, se le amedrenta.
El procedimiento es translúcido. Se producen hemorragias de denuncias que dan motivos a “investigaciones”, y en el horno del encono se van asando, unas más rápido y otras a fuego lento. Cada una se sirve conforme a los requerimientos. Tal es la lógica de juicios que tienen años sin moverse y que, de repente, se activan; se han cocinado con lentitud, para que su sabor pueda ser disfrutado con más fruición por las mandíbulas de la venganza.
LOS PRIMEROS. Hace unos días, algunos dirigentes políticos opositores prodigaban declaraciones lamentables en relación con el exilio de Rosales. El tono era más o menos de “no puedo opinar mucho sobre Rosales, pero hay que respetarle su decisión muy personal” o “hay que comprender que estaba siendo acosado, y él y su familia son los indicados para decidir qué hacer”. El metamensaje que envían éstos es el de que hay que entender que toda persona tiene sus flaquezas y ahora que está caído no vamos a cobrarle su cobardía, mientras otro sale más allá con la afirmación: “Yo jamás haría eso”. Un tanto miserable todo esto.
Rosales hizo lo que tenía que hacer porque él es candidato a estar sentenciado a 30 años, como los comisarios y los policías. La persecución en su contra no tiene nada que ver con negocios que haya hecho o dejado de hacer, sino con su condición de dirigente de un sector importante del movimiento opositor. No lo persiguen por unas vacas y una declaración de impuestos sino por ser unos de los representantes de la oposición con cierto respaldo popular. Es lo mismo que Leopoldo López y Antonio Ledezma, que César Pérez Vivas y Henrique Capriles, los cuales están en la lista. A todos les van a poner peines y cuando los pisen les abren un juicio. No son sólo ellos. En el inventario están muchos más. A Alberto F. Ravell, Teodoro Petkoff, Miguel H. Otero, Gustavo Azócar y a varios más les andan buscando la vuelta.
El deber de cada uno es no dejarse agarrar por la caravana de ajusticiamientos que tiene como su herramienta predilecta al sistema judicial. Hay unos a quienes quieren eliminar de por vida del panorama político. Allí están Carlos Ortega y Pedro Carmona, Juan Fernández y Carlos Fernández, Patricia Poleo y Horacio Medina, los generales Felipe Rodríguez y Néstor González González, en los vagones que conducen a su inexistencia civil. También ésos a quienes quieren condenar para que respeten y a los que les tienen juicios abiertos como amenaza pendiente, para mantenerlos ocupados y lograr cierta inhibición. Discúlpame, pero si tú eres candidato al correccional por cinco días, te las puedes tirar de bravo; si eres candidato por treinta años, pasas a la clandestinidad si tienes una red que te sostenga; si no, escóndete y huye mientras puedas.
LA CORRUPCIÓN. No hay autoritarismo contemporáneo que se respete que no arguya un delito común cometido por aquéllos a quienes desea destruir moralmente. Siempre se recurrirá a una acusación establecida en las leyes penales y se escuchará el eco de lo que todos los gobiernos han dicho: no son presos políticos, sino políticos presos.
El nuevo mantra es la corrupción, la cual ha venido a rellenar un inmenso vacío en el discurso del régimen pues no hay nada más popular que acusar de corrupción a los demás para que la competencia con supuestos ladrones de la otra acera haga olvidar los de ésta. No son solo los opositores. La Alcaldía Metropolitana ha denunciado manejos irregulares durante el período de Juan Barreto y en un país con justicia seria, el tema sería investigado. Hay que decir que lo que hay contra Barreto, como contra Eduardo Manuitt y otros, es la venganza oficial. Estos personajes forman parte de tendencias, grupos y posiciones que difieren de la línea de Chávez. Lo que les cobran no son sus malandanzas, lo que le cobran -como a los opositores- son sus discrepancias. Por eso, no conviene alegrarse cuando la chupa le cae a alguien que haya estado al lado de Chávez porque, al margen de los odios, la aprobación a la desgracia ajena no hace más que legitimar la acción miserable sobre los propios y refuerza el papel homicida de la judicatura.
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