POR:ASDRÚBAL AGUIAR.
La nación “está amenazada como espacio natural y del control político”, lo que es inevitable.
La nación “está amenazada como espacio natural y del control político”, lo que es inevitable.
Una vez publicado mi libro sobre El Derecho a la democracia (Editorial Jurídica Venezolana, 2008), escribí acerca de La democracia del siglo XXI para llenar un vacío de prospectiva que aún resiento y por admitir que los estándares democráticos vigentes e irrespetados hoy -Venezuela es un ejemplo- quizás reclamen de ajustes, a la luz de la sociedad global y a la vez socialmente desarticulada que se levanta a nuestros pies.
Jean-Marie Guéhenno habla sobre El fin de la democracia (1995) y son sus reflexiones el motivo de esta recensión como artículo, pues en buena hora no me deja sólo en mis desvaríos intelectuales. Arguye bien que 1989, aparte de cerrar el tiempo histórico que se inicia en 1945 con el fin de la 2ª. Gran Guerra, y del que arranca en 1917 con la instalación del comunismo ruso, le “pone fin a la era de los Estados-Naciones”; clausura aquello que “se institucionalizó gracias a 1789″ con la Revolución Francesa.
Lo cierto es que en la edad de las “relaciones” interindividuales a ritmo de Black Berry que marcha presurosa, el lugar, el territorio, la proximidad espacial, que le dan sentido a la nación pierden importancia. El mundo se hace más abstracto. La nación “está amenazada como espacio natural y del control político”, lo que es inevitable.
Guéhenno habla de la “libanización” del mundo, pues las comunidades de base se convierten en cárceles, a un punto tal que las “líneas punteadas” que separan a los Estados surgen al interior de cada Estado, sin que por ello mengue la actividad relacional, incluso global, pero, eso sí, entre individuos ahora semejantes por necesidades o afines en sus lazos primarios (étnicos, raciales, religiosos, urbanos, vecinales) y no entre diferentes aun siendo compatriotas e hijos de una misma patria de bandera.
Por lo mismo “florece en algunos países del Tercer Mundo, el modo tradicional de vida preestatal, donde “unos grandes dirigentes adoptan grandes decisiones que pueden ser influidas por grandes gratificaciones”. Se identifica a los que deciden y se desarrolla la corrupción, “no por imposibilidad de controlarla -son claros los circuitos de decisión- sino por rechazo político a asumir un control: ya no hay Estado, en efecto.
El autor señala, así, que de la antigua “ciudadanía” nada queda y es apenas “un cómodo medio de manifestar mal humor hacia unos dirigentes”. Durante dos siglos hemos pensado la libertad a través de la esfera política que había de organizarla”. Pero “se ha entablado una carrera entre la difusión de la técnica, que aumenta los medios de la violencia, y la difusión relacional del poder [por la ruptura del tejido social que soporta a nuestros Estados Naciones], que la desactiva”, en una suerte de paradoja.
Queda pendiente, entonces, una nueva revolución en esta prehistoria del tiempo naciente, distinto e inédito. No hay razones para el llanto y sí para aceptar el fin de la era institucional del poder. En contrapartida, la arborescencia social se complica hasta el infinito. Se trata de realizar, cabe repetirlo, una revolución que ya no es política sino espiritual; pues volver a las fuentes del orden que desaparece es un desatino, visto que a falta del orden político superado no hay capacidad para reproducir sus valores, que no sea para jugar al engaño y dejar libre a la impostura.
Los debates por venir y hacia el futuro “se referirán a la relación del hombre con el mundo”. Se trata de debates éticos y acaso será por vía de éstos que renazca la política “en un proceso que partirá de abajo, de la democracia casi hogareña o vecinal [distinta de la municipal o de la nacional bajo patrocinio de los partidos clásicos] y de la definición que cada comunidad dé de sí misma para elevarse”.
“La solidaridad que debe permitir superar el repliegue comunitario -la emergencia en la crisis de cambio de retículas sociales impermeables e introspectivas, según nuestra opinión- no será, en fin, inicialmente “política”; encontrará su soporte en el sentimiento de una común responsabilidad ante un mundo cuyos límites deben circunscribir la ambición de los hombres”.
Lo mejor que puede desearse es que el porvenir “se parezca al Imperio romano de Adriano y de Marco Aurelio: como él, no debería pretender ni elevarse hasta el cielo, ni apropiarse del cielo para necesidades de la tierra. Aceptaría no ser sino un modo de funcionamiento [un sistema de logros], y saber que sólo es eso: será su fragilidad y su grandeza”.
No existe receta política para hacer frente a los peligros de la era post-política” que nos acompaña, finaliza Guéhenno. Están abiertos todos los caminos para la imaginación y el ensayo, pero es imperdonable nos detengamos ante las dudas o reduzcamos nuestras acciones a lo circunstancial.
2 comentarios:
Bom dia.
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Este post es una maravilla.
Que razón tienes.
Un abrazo.
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