POR:ARMANDO DURÁN.
Hugo Chávez no se cansó de repetirlo durante su vertiginosa campaña electoral: si el chavismo perdía gobernaciones y alcaldías de importancia, la oposición iría a por él. Razón más que suficiente, advirtió, para cerrarle el paso al enemigo y convocar al pueblo soberano a defender el futuro de la revolución, o sea, la permanencia indefinida de Chávez en Miraflores, rodilla en tierra, a sangre y fuego.
Pues bien, perdió Chávez gobernaciones y alcaldías de muchísima importancia, entre ellas las gobernaciones de Miranda y Carabobo, y las alcaldías Metropolitana de Caracas, la del municipio Sucre y la de Maracaibo. Y por supuesto, nadie, excepto los fantasmas que deben acosarlo durante sus largas y solitarias noches de insomnio, ha ido contra él.
Todo lo contrario. Jamás en la historia electoral del continente se había visto una reacción tan agresiva, violenta y antidemocrática como la de Chávez frente a los últimos triunfos de sus adversarios.
Todo lo contrario. Jamás en la historia electoral del continente se había visto una reacción tan agresiva, violenta y antidemocrática como la de Chávez frente a los últimos triunfos de sus adversarios.
No es esta, sin embargo, la única lectura de las elecciones del pasado 23 de noviembre.
A medida que pasan los días y aumenta la rabia oficial, mayor claridad adquiere una segunda y mucho más alarmante manifestación del frenesí totalitario desatado desde la misma medianoche del 23 de noviembre por el caudillo que nos ha tocado en suerte padecer. Como señalaba Eugene O’Neill hace casi noventa años en su magistral El emperador Jones, el miedo del dictador, su paranoia irrefrenable, lo vuelve a cada instante mucho más agresivo.
La desmesura de esta situación la tenemos ahora presente a todas horas. Contra la opinión de más de medio mundo, a fuerza de discursos furiosos, de incitación a delinquir en cadenas de radio y televisión, y sin tener en cuenta que hace apenas un año su reforma parcial de la Constitución sufrió una categórica derrota en referéndum consultivo, desde el día siguiente de las elecciones, obsesiva y desesperadamente, Chávez ha resucitado el único aspecto de aquel proyecto fallido que en realidad le interesaba. Nada de socialismo, y naturalmente nada de democracia, nada del poder para el pueblo, nada de sensibilidad social. Basta haberse paseado estos días por Santa Cruz del Este (modelo a escala infinitamente reducida de lo que ocurrió en Vargas, pero no por ello menos ejemplar) para comprender en toda su desdichada exactitud lo que significa para el régimen la solidaridad con los excluidos de siempre. Sobre todo si además de su ancestral e invariable miseria económica y espiritual de pronto son víctimas de los feroces embates de la naturaleza.
La situación creada por los dos principales factores de riesgo actual (acoso y derribo de los gobernadores y alcaldes de la oposición, y reelección de Chávez hasta el fin de los siglos), en medio de una crisis que el Gobierno ha tratado de disimular, pero que el año 2009 estallará en nuestras narices con la crudeza de un barril de petróleo a menos de 30 dólares, pone en serio peligro nuestra paz política y social, y el destino de Venezuela como nación. Y nos coloca a todos en medio de una complejísima encrucijada.
Por una parte, de nuevo cobra fuerza la pregunta que condujo a la mayoría de los venezolanos a la posición extrema de la abstención en las elecciones parlamentarias del año 2005 como acertada acción político-colectiva que muy pronto quedó invalidada porque los partidos se apresuraron a enterrarla en el siempre cómodo baúl de los olvidos.
¿Vale la pena votar en el marco de condiciones totalitarias cada día más evidentes? Bajo el mando absolutista de Chávez, todo o nada, combinado con la sumisión exigida a los poderes públicos y satisfecha al pie de la letra por sus representantes, ¿cuál es el valor exacto de las elecciones como mecanismo democrático y civilizado para solventar pacíficamente las diferencias políticas de los venezolanos si el Gobierno manipula su organización y desarrollo y después se niega sistemáticamente a reconocer sus resultados? ¿Acaso no basta, pongamos por caso, el público sometimiento de Tibisay Lucena y la violencia de Chávez contra el rector Vicente Díaz para comprender que desde el fraude sostenido entre 2003 y 2004, las condiciones electorales, categoría que cercenaba la ambición electoralista de algunos dirigentes de la oposición, conservan su vigencia más perversa? En sintonía con este desafuero tolerado recupera ahora densidad y trascendencia la respuesta que decida darle la dirigencia opositora a este nuevo y quizá decisivo desafío.
Sin duda, estas son cuestiones que nos llevan a una tercera lectura del 23-N.
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