domingo, septiembre 27, 2009

"Alfred Hitchcock en Tegucigalpa"


POR:SIMÓN ALBERTO CONSALVI.


Alfred Hitchcock se instaló en Honduras el lunes 21 de septiembre. La aparición del presidente Manuel Zelaya en la Embajada de Brasil en Tegucigalpa sorprendió a todo el mundo, incluidos algunos estrategas que presumían de ser sus consejeros, guías de sus pasos. El primer sorprendido fue el presidente de facto Roberto Micheletti, quien negó que el magistrado derrocado estuviera en la ciudad.

Minutos después de haber dicho la tontería de que la noticia no era más que “terrorismo mediático”, no tuvo otra alternativa que reconocer la realidad: Manuel Zelaya había entrado a Honduras, no se sabe cómo, recorrió kilómetros (si los recorrió), y lo más complicado de todo, estaba instalado en la cancillería de la Embajada de Brasil. Este era el hecho.

Al enterarse por una llamada del propio personaje, el Presidente de Venezuela quiso darse por enterado y dramatizó la proeza afirmando que, en un trecho del recorrido clandestino, Zelaya había viajado en la maleta de un automóvil. Si se piensa en el tamaño y el peso de Zelaya, aquella maleta tenía que ser del tamaño de un tanque ruso. Nunca de un Volkswagen, en el cual apenas podría viajar su sombrero. Más allá del anecdotario verdadero o falso, truculento o realista, la crisis hondureña entró en otra etapa impredecible.

No menos ingratamente sorprendido fue el Gobierno de Brasil. El embajador en la OEA se apresuró a declarar ante el Consejo Permanente que “Zelaya había entrado por sus pasos y pacíficamente a la cancillería brasileña en Tegucigalpa”. Que allá se encontraba en calidad de “huésped”. O sea, ni asilado ni invitado. Entró por sus pasos y no les quedó otro recurso que alojarlo. Después el canciller Celso Amorim se apresuró a advertir que su país era ajeno al ingreso del huésped a su país. Desde la ONU, el presidente Lula hizo dos solicitudes urgentes, una al Presidente de facto en el sentido de garantizar la inviolabilidad de la embajada, y la otra al visitante para que ni sus acciones ni sus palabras pudieran provocar reacciones indeseables. Lula dijo lo que tenía que decir. Abogó, además, por la solución pacífica del conflicto.

La OEA celebró casi con simultaneidad un Consejo Permanente. Había quemado sus naves dando palos de ciego. En la reunión del lunes se demostró que no tenía otra opción que la de enviar al secretario general a Tegucigalpa a parlamentar con quienes no deseaban hablar. Desde Nueva York, el presidente Óscar Arias y la secretaria de Estado Hillary Clinton saludaron (ingenuamente) la presencia de Zelaya en Honduras “como una ocasión propicia para la firma del Acuerdo de San José”. La ingenuidad o la comodidad se han impuesto en este proceso, y ha contribuido a agravarlo. No tomar el toro por los cuernos ha sido la consigna. Nadie ha querido quemarse y todos se han quemado. Los llamados a ser mediadores fueron los primeros pilatos. En el momento más crítico, no aparece en el horizonte quien pueda ponerle el cascabel al gato.

No sé si estoy equivocado, pero en el momento en que escribo, tengo la impresión de que los hondureños se han quedado solos, mientras más apremiante aparece la necesidad de mediación.

Los antagonismos que desató la destitución del Presidente se agudizan. Puesto entre dos fuegos, el huésped de Brasil unas veces afirma que está listo para firmar el Acuerdo de San José, y otras veces lo niega, instigado entre otros por el Presidente de Nicaragua. Quizás ni el presidente Arias sepa quiénes (si algunos) están dispuestos a firmar el acuerdo. O si se sigue hablando del acuerdo porque no queda mucho qué decir. Estaba bien inspirado y bien concebido, pero abundaron los adversarios de las soluciones pacíficas. Lanzaron sus relámpagos de costumbre, y calcularon mal como de costumbre. Ahora no saben qué hacer. Son huéspedes del laberinto. No me atrevo a pensar que escondan la carta de la guerra civil.

Desde su hospedaje diplomático, Zelaya declaró que llegaba “dispuesto a dialogar”. Pero no dijo con quién.

Hizo un llamado a las Fuerzas Armadas e invitó a sus seguidores a concentrarse alrededor de la embajada. Una imprudencia evidente, las embajadas no son cuarteles.

El Presidente de Venezuela lo interpretó: “Que los golpistas entreguen el poder pacíficamente”. ¿Es que ha habido alguna vez golpistas pacíficos? Con ideas tan peregrinas, el conflicto se agudiza. Pienso que Zelaya fue tan presionado que no tuvo otra alternativa que cumplir su promesa de regresar. Regresó y no encontró otro recurso que buscar protección diplomática en una embajada que es como no haber regresado, pero complicando inesperadamente a Brasil. Tiene la opción del asilo. Al Gobierno de facto le corresponde la obligación de garantizar la inviolabilidad de la embajada que lo aloja. Es lo prioritario y lo más sensible. Allá lo acompaña Alfred Hitchcock, el único que sabe lo que va a ocurrir.


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