La crisis del chavismo es terminal, los oficialistas se están sacando las tripas, Chávez perdió la autoridad, nadie le obedece, extravió el sentido de la realidad, la corrupción corroe por dentro al sistema y el proceso de descomposición en el Gobierno, Estado y partido (en el fondo la misma cosa), causa y consecuencia a su vez de la derrota del 2 de diciembre, anuncian el fin de "la década dorada".
Si bien el sentido común y una percepción equilibrada de la realidad nos indican que esos factores negativos auguran cómo al delirio chavista se le cierran los caminos, a veces los hechos no terminan siendo como lo señala la razón y pasan a los dominios imprevisibles de azar.
En principio, no necesariamente resulta deseable el aceleramiento de una crisis política que por las mismas características del régimen, por la personalidad de quien lo dirige y por el carácter de irreversibilidad que le ha querido imprimir, intentaría perpetuarse acudiendo a la fuerza. El fin adelantado del chavismo no conduce de inmediato y sin trastornos al renacimiento democrático, a la recuperación de la armonía y a la solución de los conflictos.
Todo lo contrario, la manera cómo se consume, el momento en que ocurra y la existencia de una opción política madura, consciente de las tremendas dificultades a enfrentar, determinarán si el cambio ocurre en un proceso pacífico de transición o precedido por todo lo contrario.
Eso no implica que la potencial amenaza que pueda representar un gobierno desesperado amedrente a las fuerzas democráticas que se le oponen. En otras palabras, no se puede caer en el chantaje y paralizar la acción política para evitar un desenlace inevitable, sino insistir en las salidas pacíficas y democráticas.
Chávez lo sabe y por eso amenaza con una guerra imposible si pierde las elecciones porque atizarla sería ir contra más de la mitad del país y eso no lo permitiría ni el más radicalizado de los altos mandos militares. De manera que allí enfrentaría el dilema de someterse a la voluntad popular, aceptar los resultados y aprender a gobernar con la oposición, en una transformación total de su estilo de Gobierno y de sus objetivos políticos, o marcharse por las buenas a pescar bagres en las riberas del Apure.
Sólo que aún le queda la vieja carta que le acompañó felizmente hasta el malhadado 2D: ganar las elecciones. Objetivo, por lo dicho, más que difícil, pero posible si tomamos en cuenta el pequeño detalle de que el uso indiscriminado del poder y sus recursos, amén de una estrategia bien afinada, podría voltear la tortilla, cómo ya lo hizo en el 2004. En ese caso todo dependería de las virtudes de una oposición capaz de comprender su responsabilidad y de asumirla con la inteligencia de quien se sabe poseedor de la razón.
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