lunes, abril 21, 2008

"Venezuela hacia otra década perdida"


MANUEL MALAVER.

De confirmarse los peores pronósticos sobre el acto final de la tragedia que Chávez insiste en imponerle a los venezolanos, el país de Bolívar podría ser el único país de América latina en repetir aquella década de los 80 que con toda razón la historia juzgó económicamente perdida para el subcontinente.

Y es que con un crecimiento de más del 6 por ciento en los últimos 5 años, las cuentas fiscales en orden, algunas reformas aprobadas o en vías de aprobarse, y la inflación y la paridad cambiaria bajo control, pocos dudan que ni el recrudecimiento de la recesión, ni la caída de los volatizados precios de los commodities, serán suficientes para bajar los índices que tanto dicen de lo que ocurre en los países cuando la economía se conduce con disciplina y sin olvidar las leyes de la competencia y el libre mercado.

De modo que solo habría que esperar por los resultados de las inversiones en infraestructura que ya se están ejecutando y de la implementación de las políticas sociales que cada día centran más la atención de gobiernos y organismos multilaterales, para que la ansiada meta de una reducción drástica de la pobreza y de la desigualdad sea una realidad y no una fantasía.

Y en medio de augurios tan promisorios, de noticias que cuentan que más allá de la retórica populista que compite con el tango y el son para emblematizar el folklore urbano de la región, la nota falsa, el tono oscuro, la voz desarticulada y anacrónica de la retroizquierda que patrocinada desde Venezuela y secundada por Nicaragua, Ecuador y Bolivia, insiste en darle otra oportunidad a la utopía marxista que ya hizo añicos las dos terceras parte de la vida útil de un grupo de países durante el siglo XX, pero que según los señores Chávez, Ortega, Correa y Morales, no merece desaparecer de la historia sin hacer otro tanto con América latina.

Y saco de la lista al presidente de Cuba, Raúl Castro, porque es evidente que a pesar de la timidez de las reformas que está promoviendo en la isla, y de que es temprano para evaluar sus resultados, el sucesor de Castro, el viejo, se mueve en la dirección de diferenciarse de lo que ya no son cinco, sino “Cuatro Jinetes del Apocalipsis”.

Todo lo cual explicaría la distancia que guardó la diplomacia cubana a raíz de la crisis que atizaron Chávez, Ortega y Correa para desestabilizar al gobierno del presidente colombiano, Álvaro Uribe y darle status de beligerancia a las FARC, y en el curso de la cual quedó en el camino el comandante, Raúl Reyes, y la evidencia de que los “Cuatro Jinetes” se inmiscuían en los asuntos internos de Colombia a través de la cobertura, apoyo y promoción que le daban a la organización guerrillera y terrorista.
Pero Chávez, igualmente, está guardando distancia de Raúl, cuya gestión de gobierno soslaya, mientras se deshace en elogios para un moribundo Fidel que protesta en su lecho de muerte porque la política económica del nuevo régimen conduce lisa y llanamente al capitalismo.

O sea, que es previsible que en poco tiempo Raúl Castro pase a formar parte de la galería en la que Chávez coloca amigos y enemigos, enemigos y amigos, según su humor y evaluación de quienes se prestan o reniegan del intento con que metódica y conscientemente promueve la destrucción de Venezuela.

Porque de eso es lo que se trata, de cómo a pesar de que el país más que cualquier otro de América latina, cuenta con las riquezas naturales, condiciones climáticas y geopolíticas, tradición democrática y recursos humanos para liderar a la región en los más altos niveles de crecimiento sostenido y diversificado que ha experimentado en un siglo, rueda por la pendiente que ya significó la ruina y destrucción de economías y sociedades como la rusa de los años 20, la china de los 50 y la cubana de los 60.

Y aquí tocamos la clave del último acto de la tragedia a la que Venezuela se verá precipitada en el próximo año, o quizá antes, y es que la colosal riqueza que entra a las arcas nacionales como resultado de precios del crudo que estaban a finales de semana a 130 dólares el barril, está siendo literalmente dilapidada haciendo realidad el delirio chavista de que el socialismo puede ser restaurado y convertido en el vehículo que permitía a los más pobres salir de la miseria e incluirse en una sociedad global que lucha desesperadamente porque las lacras del subdesarrollo, la desigualdad y las injusticias vayan desapareciendo progresiva, pero inevitablemente.

Como si durante los últimos 70 años del siglo pasado, la utopía socialista con sus ofertas para desaparecer las clases sociales y la explotación del hombre por hombre, no solo no terminó acentuando los desequilibrios que venía a corregir, sino dando lugar a las dictaduras totalitarias que ejecutaron las violaciones de los derechos humanos más masivas que conoce la historia, al par de erigir un poder personal, excluyente, ilegal y dinástico sin precedentes.

Todo cuanto hemos conocido los venezolanos en los 9 años que dura el auto de fe que Chávez llama “socialismo del siglo XXI”, y a causa del cual, el país ha ido siendo reducido a un injerto de republica bananera con petróleo, pero empuñado por un grupo de militares que alegan ser revolucionarios, nacionalistas y bolivarianos para exprimir gajo a gajo sus riquezas y oportunidades.

Espectáculo del peor folklore, y del más abominable anacronismo y voluntarismo, pues experimentada y conocida por la sociedad de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, la inviabilidad, futilidad e inutilidad de la revolución y el socialismo, resulta patético el esfuerzo de esta suerte de hueste medioeval fanática y fundamentalista, para ser tomada en serio, meter miedo y pretender que está auténticamente empeñada en tareas que le fueron impuestas por el determinismo histórico y social.

Zafarrancho de ridiculeces que a no ser por los innegables grietas que le esta proporcionando a Venezuela, no sería sino objeto de los skechts que tan sabrosamente preparan humoristas como Laureano Márquez y Emilio Lovera para comentar los aspectos más picantes del sainete nacional.

Y sin embargo, qué venezolano no se siente aliviado viendo como se despeñan los intentos por hacer eficaz las estatizaciones, poner a funcionar aparatos policiales y represivos, construir un partido único que haga de marco para concentrar el control social y promover la ideologización, mantener a los apéndices unidos y prestos a cumplir las órdenes y a una militancia callada y sumisa más allá de que se sientan conformes o inconformes con la gestión de gobierno.

O sea, que el elemento verdaderamente novedoso, sorprendente y desgarrador de la nueva década perdida, es la anarquía que como producto de la instauración del poder personal, previa destrucción de la instituciones, está emblematizando al gobierno que no le ha bastado el fin de la independencia de los poderes y la enorme riqueza producto del ciclo alcista de los precios del petróleo, para convencer a los venezolanos que más allá de la retórica, hay otra cosa.

Con un gobierno producto de la peor renta que es la minera, por tanto, sin compromisos con la honestidad y la productividad, que despilfarra los ingresos comprando empresas que sabe que a la vuelta de algunos meses o pocos años serán chatarra, sin complejos porque la única rama de la administración que más o menos funciona es la que tiene que ver con la transmisión de los discursos del presidente, y los departamentos de maquillaje de cuya habilidad depende que el gobierno se vea sin arrugas, y menos años de los que tiene.

Una auténtica utopía postmoderna que no conoció la modernidad, y por tanto, es como esos niños que llegaron a viejos, sin ser nunca jóvenes.


1 comentario:

Anónimo dijo...

La crisis de las ideologías
Fernando Mires

Domingo, 20 de abril de 2008


Los grandes cambios históricos, como aquel que ocurrió como consecuencia del derribamiento del Muro de Berlín (escribo derribamiento, no caída), dejan detrás de sí, instituciones y paradigmas que corresponden a realidades pretéritas, pero que, petrificados, se mantienen bajo nuevas condiciones históricas. El fin de un paradigma, no significa el ocaso de sus actores, antigua tesis de Kuhn que no ha perdido vigencia.
Por razones que sería muy largo enumerar, la Guerra Fría dividió al campo científico – social latinomericano en dos grupos: uno proclive al desarrollo económico llamado capitalista, y otro que se identificaba con los esquemas de desarrollo socialista en sus diversas formas, dentro de las cuales las más decisivas eran la forma marxista pro-soviética, por un lado; y por otro, la tercermundista, fuertemente influida esta última por ideologías de tipo castrista y maoísta. Naturalmente aparecieron híbridos paradigmáticos. Ideólogos maoístas y castristas, por ejemplo, filtraban sus mensajes ideológicos en la retórica esotérica de instituciones donde sus miembros eran activos, llámense CEPAL, FLACSO, CLACSO, etc.

Si uno revisa las decenas de libros que se publicaron alrededor de la teoría de la dependencia desde los años setenta del siglo XX, no asombrará encontrar en ellas ideologías revolucionarias envueltas en fino papel tecnocrático. En el fondo, se trataba de ideologías crípticas. Dichas teorías ideológicas, reitero, eran correspondientes a la polarización ideológica que primaba en la Guerra Fría. Sin embargo, habiendo llegado la Guerra Fría a su término, con la consiguiente derrota del comunismo mundial, no ha tenido lugar en los institutos académicos latinoamericanos ninguna renovación teórica que cuestione la validez de los antiguos paradigmas de acuerdo a los imperativos de las nuevas condiciones históricas. Esa es una de las razones, a mi juicio, que explica la estagnación que vive el pensamiento social latinoamericano de nuestro tiempo.

EL ESTATISMO REGRESIVO

La mayor parte de los ideólogos políticos latinoamericanos imaginan que la hegemonía ideológica en América Latina está representada en el llamado neoliberalismo.

Aquí sostengo, en cambio, que la hegemonía en el espacio del ideológico latinoamericano no está representado por grupos que adhieran a las teorías liberales clásicas o neoliberales, sino por aquellos que manifiestan su adhesión a una suerte de estatismo a-histórico y regresivo, correspondiente a la formación ideológica a la que sus representantes adhirieron durante el período de la bipolarización mundial. Ese estatismo ideológico ha continuado reproduciéndose en institutos, universidades y otras organizaciones. Pues no hay paradigmas sin instituciones, y no hay instituciones sin actores.

En otras palabras, a diferencia de lo ocurrido en el mundo intelectual europeo, en el latinoamericano no ha habido ningún cambio radical ni en las formas epistemológicas ni en los contenidos de las doctrinas económicas y sociales que primaron desde mediados del siglo XX. Léanse por ejemplo las principales revistas de Ciencias Sociales que circulan en nuestro tiempo. La mayoría de los trabajos teóricos parecieran haber sido escritos durante los años sesenta del siglo XX. La única diferencia es la calidad, que hoy es mucho más baja. De una u otra manera, los ideólogos socialistas del siglo XX eran relativamente innovadores y, desde el punto de vista marxista, nadie puede negar que sus autores no sabían lo que escribían. Teorías de inspiración trotskista, como las del desarrollo desigual; de inspiración maoísta, como la división del mundo en metrópolis y satélites; teorías relativas a la constitución del valor-precio a escala mundial; teorías acerca del sub-imperialismo, etc. reflejaban por lo menos un a veces notable esfuerzo intelectual de parte de sus autores. Haciendo extrañas mescolanzas entre el pensamiento de Prebisch, Germani, Pinto, Jaguaribe, con las teorías macroeconómicas de Baran, Sweezy, Günder Frank, Emmanuel , autores como Cardoso, Faletto, Marini, Dos Santos, Vuscovic, y tantos otros, se las arreglaron de algún modo para aportar lo suyo. Se podía estar en desacuerdo o no con sus teorías, y es cierto que muchas de ellas no han resistido el paso del tiempo; pero nadie puede negar que sus autores hicieron un esfuerzo teórico de cierta magnitud. La mayoría de ellos eran desarrollistas, economicistas, en gran medida antipolíticos, pero eran serios. Cuando uno lee en cambio lo que hoy se escribe, por ejemplo los textos que se refieren al Socialismo del siglo XXl, o al socialismo indigenista, o al socialismo militar, es imposible evitar un cierto sentimiento de vergüenza ajena. Muchos de esos textos constituyen verdaderas ofensas a la inteligencia humana. Son esos los documentos que prueban la crisis del pensamiento social latinoamericano.

La mayoría de los ideólogos estatistas actuales (no voy a nombrar a ninguno en especial) se declaran como miembros de la izquierda. Pero no se trata de una izquierda política, como era la que existía en el pasado reciente, sino que mítica. Pues la izquierda ideológica y estatista de nuestro tiempo es una que no forma parte de ningún juego político real y concreto. Es una izquierda, en el fondo, metafísica. . Se trata, la que prima, de una elite ideológica que no entra en controversias con nadie. Y, sin embargo, pese a que no han logrado crear durante mucho tiempo una sola idea nueva tienen, sin ser políticos, una alta significación política. Pues, de una manera u otra, la izquierda académica desarrollista de nuestro continente tiene una enorme habilidad para ocupar instituciones, utilizar cargos públicos, organizarse en estructuras para-estatales y, no por último, proveer a gobiernos populistas de ideologías meta-históricas, que son las que esos gobiernos necesitan para intentar perpetuarse en el tiempo.

TRES FALSOS SUPUESTOS

He dicho que la izquierda académica latinoamericana de nuestro tiempo es una izquierda ideológica.

Las ideologías son sistemas de ideas petrificadas con escasa comunicación con el mundo externo. Dichos sistemas se encuentran siempre fundados sobre la base de supuestos inamovibles. Los supuestos sobre los cuales están montados las ideologías dominantes del pensamiento social latinoamericano, son diversos. No obstante, quisiera destacar en estas líneas sólo tres de ellos sin cuya desactivación será muy difícil que el pensamiento social latinoamericano pueda alguna vez alcanzar el grado mínimo de libertad que requiere para continuar existiendo.

1. El primer falso supuesto es aquel que recurre al dilema relativo a que hay sólo dos alternativas de desarrollo económico social: la neoliberal y la estatista.

2. El segundo falso supuesto es el que afirma que las naciones latinoamericanas no podrán jamás desarrollarse mientras no sea derribado “el imperio”.

3. El tercer falso supuesto es el que supone que en América Latina se dan las condiciones para que allí sea realizado el socialismo que fracasó estruendosamente en Asia y en Europa. NEOLIBERALISMO VERSUS ESTATISMO

No hay palabra que haya sido más usada en las actuales ciencias sociales latinoamericanas de un modo tan indiscriminado, y sobre todo, tan aburrido, como la palabra neoliberalismo. Tanto ha sido usada que a veces se tiene la inevitable impresión de que sólo se utiliza como medio retórico para descalificar opiniones divergentes. Basta que alguien se atreva a criticar a algún representante de las ideologías de desarrollo estatal, para ser calificado de inmediato como neo-liberal. En gran medida, los llamados anti-neo-liberales, recurren a la palabra neoliberalismo de un modo muy parecido a los estalinistas cuando recurrían al concepto de burguesía. Todo aquello que discrepaba respecto al último informe de la URSS, era calificado por los comunistas de ayer como una representación de la ideología burguesa. La historia se repite, primero como tragedia, después como comedia. La frase no es mía. Es de Marx.

Lo dicho contrasta con el hecho objetivo de que de los ideólogos que se denominan anti-neo- liberales, ninguno ha hecho jamás una crítica seria al llamado neo liberalismo.

¿Pero qué es el neo liberalismo? En primer lugar, hay que decir que el neo liberalismo no es un cuerpo doctrinario homogéneo, sino que un conjunto de diversas teorías económicas, muchas veces divergentes entre sí. Unas, como las de Friedrich Hayek, Ludwig von Mieses, Carl Menger, se refieren fundamentalmente al significado del Estado en la economía. Las escuelas de Fribourg y Münich (Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow), ponen el acento en la generación de los precios y de las ganancias, hasta llegar al monetarismo norteamericano de Milton Friedmann, quien sugiere controlar el área de la producción mediante el manejo de los mecanismos de la circulación de capital.

Así como las teorías económicas de Ricardo, Smith y Marx son hijas de la máquina a vapor, las llamadas teorías neoliberales de nuestro tiempo, son hijas de la de la robotización, de la computación, y de la digitalización. En gran medida se trata de teorías macroeconómicas reactivas, es decir, de teorías que han surgido como respuesta teórica frente a transformaciones que han tenido lugar en los procesos de producción contemporáneos. Procesos que han incorporado una tecnología extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo, hasta el punto que ha tenido lugar una alteración de las relaciones entre capital variable y constante, donde el factor trabajo propiamente tal se ha convertido en un agregado secundario y no esencial, como ocurría durante el periodo basado en la producción industrial clásica.

Ahora bien, el uso y abuso indebido del concepto de neoliberalismo, que tanto caracteriza a las elites del pensamiento social latinoamericano, no concuerda en modo alguno con la presencia real de los llamados neoliberales en la gestión económica de los diversos gobiernos latinoamericanos. Quien no me crea, le pido que se dé la molestia de analizar el currículum de los ministros de finanzas y economía del continente. No hay casi ninguno, quizás ninguno, que pueda ser calificado como neo-liberal. Véanse también los nombres de los principales profesores de economía en las universidades latinoamericanas. Los así llamados neoliberales, en el sentido verdadero y no ideológico del término, constituyen una minoría absoluta. Analícense las publicaciones de instituciones académicas, económicas y sociológicas. Casi lo único que es posible encontrar en ellas, son enconados ataques al neoliberalismo pero, cosa muy curiosa y sintomática, sin nombrar jamás a un solo neoliberal, como si el neo neoliberalismo no fuesen los neo liberales sino que un espíritu maligno que recorre el mundo y que de pronto se apodera de los seres humanos.

En sentido estricto, la contrapartida del liberalismo o del neo liberalismo es el keynesianismo. Los ideólogos del anti-neoliberalismo no se declaran, sin embargo keynesianos. Ellos se declaran socialistas, y socialistas para ellos significa lo que siempre ha significado para todas las doctrinas antidemocráticas de todos los tiempos: El estatismo. El socialismo ha sido y es una ideología del estatismo político. Por eso no ha de sorprender que donde más uso y abuso obtiene la palabra neoliberalismo, es en aquellas naciones en donde desde los respectivos gobiernos se incuban proyectos autocráticos. La verdad, la contradicción entre neo liberalismo o estatismo no existe. Es una simple invención del estatismo antidemocrático de nuestro tiempo cuyo objetivo no es otro que la apropiación del Estado a través de la alianza entre determinadas elites para-estatales y el populismo de masas. El neoliberalismo, independientemente a su existencia real, cumple la función de operar como el polo ideológico negativo que requiere el estatismo para afirmarse a sí mismo. La verdadera contradicción, si la elevamos al plano político, es la contradicción de siempre, la misma que ha recorrido a las naciones latinoamericanas desde los momentos de su propia fundación hasta ahora.

Esa es la contradicción entre democracia y dictadura.

LA FÁBULA DEL IMPERIO

La doctrina hegemónica en el pensamiento social latinoamericano no es el neoliberalismo, es el estatismo. No obstante, como ni al interior de los diversos gobiernos, ni en las principales instituciones que cobijan al pensamiento macroeconómico es posible encontrar neoliberales, los sociólogos y economistas autodenominados anti-neoliberales han inventado la fábula relativa a que el neoliberalismo viene de afuera. ¿Desde dónde? Pues, del imperio.

¿Qué es un imperio? Cualquier diccionario define como imperio una nación que practica una política expansiva mediante anexiones territoriales realizadas por ejércitos de ocupación. De ahí que todos los imperios modernos, desde el británico, pasando por el otomano, hasta llegar al último imperio clásico que fue el ruso- soviético, han sido imperios coloniales. En ese sentido, los EE UU si han practicado una política territorial expansiva, ha sido mucho menor que la que han llevado a cabo naciones muy pequeñas, como por ejemplo Holanda. De tal modo que en la lista de los imperios clásicos, los EE UU están lejos de ocupar el primer lugar.

Para el marxismo post-Marx en cambio, no fue la categoría “imperio”, sino la categoría “imperialismo” la que ocupó un lugar central en sus teorías. Desde Rudolph Hilferding, pasando por Lenin y Rosa Luxemburg, hasta llegar a André Günder Frank y la teoría de la dependencia que tanto éxito tuvo en la América Latina de los setenta, el imperialismo designaba una determinada fase en el desarrollo del capitalismo mundial (la última o la penúltima, no importa aquí). El imperialismo no era una nación en particular sino que un sistema económico mundial. En ese punto estaban de acuerdo todos los teóricos de la teoría del imperialismo.

El gran genio teórico que identificó el concepto imperialismo con una sola nación fue, como es sabido, Stalin.

Stalin fue el primer estadista que habló del “imperialismo norteamericano”. Como toda producción estalinista, resulta inútil buscar una teoría coherente detrás de esa designación. La designación de EE UU como “imperialismo norteamericano” fue una respuesta a la Doctrina Truman (1946) que cerró el paso del avance militar de la URSS en Europa occidental, en el sudeste asiático después, y en América Latina, con todas las nefastas consecuencias que todos conocemos. El término fue asumido por los partidos comunistas, y después por Castro, Che Guevara, Marulanda y Abigaín Guzmán, todos ellos empeñados en aquella locura destinada a convertir América Latina en un nuevo Vietnam.

Mao Tse Tung por su parte, aplicó el término imperialismo a la propia URSS de los años sesenta. El nuevo concepto “made in China” se llamaba “social imperialismo”.

Según la doctrina de Mao Tse Tung, el “social imperialismo soviético” era el enemigo fundamental de nuestro tiempo, razón por la cual dio señales a USA para detenerlo en conjunto. Kissinger advirtió rápidamente que esa era la oportunidad para salir del pozo en que había caído USA en Vietnam, e intensificó sus contactos con el líder chino. China detuvo así el avance soviético del Vietkong en Vietnam, brutal y genocida operación que no duró más de un mes. A partir de ese momento, el imperio soviético (que eso era) reconoció que había llegado al límite de su expansión territorial y se encerró en sí mismo, hasta que las revoluciones democráticas del Este europeo de fines de los ochenta pusieron fin a tan siniestro capítulo de la historia mundial.

Mas, a fines del siglo pasado, nuevamente el término “imperio” se pudo de moda. Una de las razones que explica la reactualización del “imperio”, fue la publicación de un extraño libro llamado Empire, cuyos autores fueron Michael Hard y Antonio Negri. En ese libro los autores nombrados intentaron reactualizar la teoría marxista leninista del imperialismo. Empire, en ese intento, menos que un imperio era un concepto para designar a la fase de la globalización del capital, fase que seguía a la imperialista, considerada por Lenin como “la fase final”. El libro fue muy bien recibido por restos ortodoxos de la intelectualidad marxista quienes después de la caída del muro de Berlín no podían entender porque el llamado capitalismo, habiendo alcanzado la fase imperialista, en lugar de abrir las compuertas a la llegada del comunismo, había ampliado su radio de acción incorporando a las pujantes economías vietnamitas, camboyanas, y sobre todo, el nuevo motor del capitalismo mundial: China. A la vez, Rusia y sus satélites, particularmente, Bielorusia, se han transformado en las zonas del capitalismo más salvaje que es posible imaginar. Porque al lado del capitalismo mafioso de Putin y Lukazensko, el practicado por la señora Thatcher y por el presidente Reagan fue un simple juego de niños. Es ahí donde los “intelectuales orgánicos” antineoliberales que escriben sus panfletos usando oficinas y dependencias de la ONU y ministerios gubernamentales, ahí es donde deben ir a buscar a los verdaderos neoliberales, y no entre honestos intelectuales que lo único que quieren es que sus naciones vivan en paz y democracia.

Ahora ¿qué es el imperio para los economistas y econometras estatistas? Nada, o cualquier cosa, o todo junto a la vez, o aunque a veces sean también los EE UU. Porque vano será buscar detrás del concepto “imperio”, no digamos una teoría, sino que por lo menos un par de ideas coherentes. Lo único cierto es que “imperio” es todo lo que no están de acuerdo con sus arcaicas doctrinas. De algún modo, cumple la misma función que el término “neoliberalismo”, pero hay algo más. La palabra imperio está destinada a vender el efecto David –Goliat.

Naturalmente, el “imperio” es Goliat y David es la representación de todos los pueblos pobres del mundo. El “imperio” es así una fuerza cósmica frente a la cual los ideólogos estatistas libran una (imaginaria) lucha sin cuartel. En fin de cuentas, el “imperio” es una construcción ideológica. Sirve para justificarlo todo. Luchando contra el “imperio” hasta las dictaduras más terribles del mundo se convierten en virtuosas. En la noche oscura del “imperio” todas las vacas son negras. La satrapía persa, los militares genocidas del Sudán, la despotía de Lukazensko, la dictadura cubana, la dictadura de Corea del Norte, la dictadura de Siria etc. Incluso las FARC han pasado a engrosar los nobles ejércitos del antimperialismo de nuestro tiempo. ¿No son acaso antinorteamericanas? Pero el anti- norteamericanismo no es antimperialismo. Es más bien, una postura destinada a explotar los resentimientos antinorteamericanos que abundan en el mundo por el sólo hecho de que EE UU es la potencia económica y militar más poderosa del planeta.

Al estar sustentada por una superpotencia, la economía norteamericana ha sido y es expansionista. Ese destino acompañará probablemente a USA durante el resto de su historia. Si la economía norteamericana es expansionista, desde el punto de vista militar es intervencionista. Lo contrario sería un milagro. Pues toda gran potencia tiene intereses que defender en el mundo, intereses que no son sólo económicos, sino que político-hegemónicos. Por lo mismo tiene más enemigos que otras naciones, y al mismo tiempo, tiene más aliados que proteger. Tanto o más intervencionista que los EE UU son, por lo demás, Rusia y China.

La actitud intervencionista de los EE UU la sufrió América Latina durante todo el periodo de la Guerra Fría, sobre todo cuando el subcontinente se encontraba amenazado por la expansión soviética, particularmente a partir de la intermediación cubana. Durante la Guerra Fría, diferentes países de América Latina se convirtieron en escenarios de la guerra caliente entre la URSS y USA.

Después del fin del comunismo, los EE UU han establecido con América Latina simples relaciones comerciales, algunas inequivalentes, otras no tanto. Los latinoamericanos pueden darse hoy los gobiernos que consideren convenientes, incluso pro-comunistas, sin que las posiciones norteamericanas se vean o sientan amenazadas. En las actuales condiciones, lo único que preocupa a la administración norteamericana, y desde su perspectiva, con razón, es que uno u otro país de la región intensifique sus relaciones económicas y militares con alguno de los enemigos naturales de EE UU, los que se encuentran predominantemente en la región islámica, particularmente en Irán y Siria.

Existen, por cierto, muchos problemas pendientes entre EE UU y América Latina. Los hay de naturaleza económica, sobre todo en la hegemonía que ejerce EE UU sobre los organismos financieros mundiales. Los hay de naturaleza ecológica, sobre todo en el descontrol de las emisiones tóxicas que practica EE UU y que afectan directamente a diversas regiones latinoamericanas. El hecho de que los EE UU todavía no subscriban los acuerdos de Kyoto, es un escándalo internacional. Los hay también de naturaleza demográfica, sobre todo en el trato discriminatorio que reciben los emigrantes latinos en algunas zonas norteamericanas. Está, además, el problema de la droga, que no será solucionable mientras en los EE UU no se decidan a controlar, no sólo la oferta que viene de América Latina, sino que la demanda que viene de los EE UU. Y suma y sigue.

Todos esos problemas reales y pendientes, requieren, obviamente, de la apertura de un espacio de discusión política entre los países latinoamericanos y los EE UU. Esas discusiones pueden llegar a ser frontales y muy tensas, que duda cabe. Pero para llevarlas a cabo, se requiere de una actitud política por ambas partes. Ahora bien, precisamente ese enfrentamiento político lo está bloqueando actualmente los ideólogos autodenominados antimperialistas.

Si los EE UU son un imperio, y nada más que un imperio, con un imperio no se discute políticamente, simplemente se le combate. No obstante, nadie piensa en serio que hay que iniciar una “guerra de liberación nacional” en Latinoamérica. De ahí que, no queda más que llegar a la conclusión que la recurrencia ideológica al imperio no es más que una simple coartada cuya función es otorgar un crédito ideológico positivo al nacionalismo populista y estatista (en algunos casos, militarista) de nuestro tiempo. El antimperialismo de nuestros días no es sino una ideología de legitimación en un proyecto, afortunadamente ya en vías de fracasar, destinado a despolitizar la sociedad política, concentrar así el poder en manos de nuevas oligarquías, sean militares o desarrollistas, o ambas a la vez, y erigir ideológicamente a tales oligarquías estatistas como las nuevas depositarias del futuro continental.

El antimperialismo ideológico de las elites estatistas ya está en vías de ser lo que fue el “antifascismo” para las “nomenklaturas” del Este europeo. Calificando como fascistas a cualquier adversario, cualquiera violación a los derechos humanos podía ser justificada. Así como el antifascismo, antes de que fuera convertido en una ideología de poder era una actitud política y moral que llama al respeto y a la admiración, el antimperialismo del siglo veinte que en el marco determinado por la “guerra fría” tuvo cierta fundamentación política, ha sido reconvertido en una simple ideología de poder. Otra más, de las ya tantas que han existido.

¿LA RESURRECCIÓN DEL SOCIALISMO?

No deja de ser una paradoja de la historia que justamente en el periodo en que los pocos países socialistas que sobrevivieron a la ola democrática de fines de los años ochenta, particularmente los asiáticos, estén buscando las vías para salir del “socialismo interno”. Escribo “socialismo interno”, porque los países socialistas siempre formaron parte del capitalismo mundial. En ese sentido no estaban tan equivocadas las teorías de Bettelheim y de Wallernstein quienes analizaron al capitalismo como un complejo de relaciones mundiales. Economías-Mundos las llamaba Wallernstein antes de que nadie hablara de la globalización.

Efectivamente: cualquiera que se haya confrontado alguna vez con las teorías relativas a la construcción del socialismo, sabe muy bien que las tesis de los “socialismos nacionales”, tan en boga entre los ideólogos estatistas latinoamericanos, tiene como fundadores a Hitler y a Stalin. Como también es sabido, ambas tesis no resisten ningún análisis teórico. Se trataba, al fin y al cabo, de simples consignas cuyo objetivo no era sino legitimar a los totalitarismos del siglo XX.

En la historia relativa a la teoría de la construcción del socialismo, tanto Lenin como Mao Tse Tung, elaboraron teorías provisorias destinadas a justificar la teoría del “capitalismo de Estado” como fase preliminar del socialismo. El capitalismo de Estado, de acuerdo a ambos revolucionarios, debería mantenerse en los respectivos países hasta que las condiciones estuviesen dadas a escala internacional para dar el “gran salto adelante” en dirección del socialismo. El chiste de la historia es que de nuevo, tanto en Rusia como en China, ha resurgido la teoría del “capitalismo de Estado”, pero esta vez, no como un medio para entrar al socialismo sino que como un medio para salir del socialismo. Cuentan que los cubanos están pensando en la misma posibilidad.

Un estimado amigo, marxista ortodoxo a toda prueba, me decía, y hablando en serio, de que la única alternativa para Cuba es el “capitalismo leninista”, pensado como periodo de transición que lleve a la reconstrucción estatal del capitalismo, empresa en la que los chinos están embarcados de modo altamente disciplinado. Probablemente, diversos gobiernos, sobre todo aquellos en donde no ha podido surgir un empresariado que esté en condiciones de conducir económicamente a sus naciones, deberán recurrir en determinados países a ciertas formas de capitalismo estatal como medio proteccionista de integración en el mercado mundial. Sobre eso hay mucho que pensar y escribir.

Que determinados gobernantes insistan en llamar al control estatal sobre la producción como “socialismo” es algo que hay que agregar a la cuenta de la demagogia política de nuestro tiempo. En todo caso, con la teoría, incluso con la teoría marxista, ese tipo de dominación política no tiene absolutamente nada que ver. Y no es que quiera defender aquí a la teoría marxista del socialismo, sino simplemente constatar que los ideólogos del “socialismo del siglo XXl” ni siquiera son consecuentes con lo que dicen que son, o ni siquiera piensan aquello que dicen que piensan.

Siempre el estatismo, en sus diferentes versiones, ha querido venderse como socialismo. Perón, Haya de la Torre, Velasco Alvarado y otros lo han intentado vender en América Latina, del mismo modo como Ataturk en Turquía, Mussolini en Italia, o Nasser en Egipto- Incluso hay quienes ya hablan de socialismo militar y socialismo indígena, términos absolutamente incongruentes, pero efectistas, si se trata de movilizar de modo mítico a las llamadas masas. Con todas esas situaciones hay que contar porque la política de la calle no es teórica ni mucho menos. Lo que sí llama la atención es que hay pensadores sociales, y no son pocos, que han intentado conferir a dichas consignas populacheras, un cierto aval científico.

El socialismo, como alternativa histórica, si es que alguna vez lo fue, iba surgir, de acuerdo a sus teóricos, de dos posibilidades. La primera, que es la marxista propiamente tal, postulaba que el socialismo sólo podía emerger del desarrollo de las fuerzas productivas al interior del capitalismo. De acuerdo a dicha teoría, el capitalismo era un todo orgánico sujeto a las “leyes del desarrollo histórico”. La tarea de los socialistas debería ser detectar científicamente la fase exacta de desarrollo en donde, mediante la acción revolucionaria, debería producirse el salto cualitativo en dirección a la fase socialista. La segunda posibilidad era la voluntarista, y tiene entre sus exponentes más conocidos a Sorel, Fanon y Che Guevara. El socialismo, para estos actores históricos, debería ser el producto de la voluntad humana.

En los dos casos, el científico y el voluntarista, la idea del socialismo suponía dividir a la sociedad en dos grupos. A un lado quienes poseían el conocimiento sagrado de la historia, o quienes disponían de la voluntad cósmica para quebrar las leyes de la historia, y al otro lado, quienes debían ser conducidos o guiados hacia la tierra prometida de la felicidad total. La masa, la arcilla humana, el material modelable, en fin, nosotros, gente como tu y yo, los que viven la realidad tratando de enfrentar los problemas en la medida en que se presentan y que saben que si hay un paraíso o un destino final ese no está en este mundo. En fin, los que queremos un mundo mejor sin creernos los dueños del mundo. Los que sabemos que la realidad cambia y que porque cambia, debemos discutirla. Los que piensan que la verdad no está dada sino que hay que buscarla todos los días. Los que aceptamos la posibilidad de que nunca nos vamos a poner finalmente de acuerdo y por eso necesitamos de leyes e instituciones que reglen nuestros desacuerdos. Los que suponemos que para encontrar soluciones, requerimos del pensamiento, y que el pensamiento no puede florecer en las oficinas de ningún Estado sino que allí donde impere el reino de la libertad por sobre el de la necesidad.

Al llegar a este punto quisiera recordar una reflexión de Hannah Arendt. Probablemente una de las que más han sido discutidas por sus opositores. Escribía una vez, Arendt: “Es muy importante, no pasar por alto, que la pobreza no puede ser solucionada por medios políticos, que todos los testimonios de las revoluciones pretéritas prueban – si es que aprendemos a leerlos de verdad- que todo intento de solucionar la cuestión social con medios políticos, lleva al terror y que el terror es aquello que lleva al derrumbe de las revoluciones”. Leamos bien para entender. Arendt no dice que no hay que solucionar la pobreza. Dice que no hay que solucionarla por medios políticos. ¿Cómo entonces? Yo así entiendo el dilema: Sólo en condición de libertad y en democracia podemos desarrollar nuestras ideas. Solamente si tenemos ideas, podemos confrontarlas con otras ideas, es decir, discutirlas. Sólo de las ideas discutidas podrán surgir alternativas que lleven a enfrentar los problemas del mundo, entre otros, el más acuciante de todos, que es el de la pobreza. La política no es una herramienta para ejecutar planes de desarrollo, sino que el espacio de discusión desde donde han de surgir ideas, incluyendo a las del propio desarrollo.

De las creencias que no se discuten, no puede salir ninguna verdad.

fernando.mires@uni-oldenburg.de