La gran mayoría de los seres humanos del mundo somos pacíficos y deseamos la paz permanente. De hecho, miles de millones de personas anhelan de tal modo la paz que están dispuestas a pelear hasta morir por alcanzarla, lo cual es también un contrasentido lamentable. Sin embargo, si por alguna causa se justificaría bregar hasta morir, sería por lograr una paz perdurable en el convulsionado mundo en el que vivimos y en el que padecemos guerras, confrontaciones, disputas permanentes entre los países y sus líderes, que se pelean por el dominio planetario. Nos preguntamos ¿Cómo lograremos al fin la ansiada y anhelada paz en el mundo?
Hay quienes estiman un privilegio honorífico, participar en la guerra para cobrarse las injusticias y alcanzar la paz en nombre del Creador y su patria. Algunos acuden a los conflictos bélicos persuadidos de que el padre Celestial los auxiliará y liberará, y piensan que están combatiendo por su ideal de Dios, pelean por sus principios, ideologías, difunden eslogan, como “patria o muerte”, pero siempre justifican la violencia por sus ideas.
La historia está cargada de ejemplos, que dan testimonio de que el mundo ha sido enturbiado por las luchas fraticidas sangrientas, entre protestantes y católicos. Muchos han rendido sus vidas, derramado su sangre defendiendo a uno y a otro bando. Los judíos fueron perseguidos, ultrajados, mancillados, aniquilados en masa, por el oprobioso holocausto nazi, han sido víctimas de agresiones terribles en distintos episodios, por algunos que los han calificado y emblematizado demencial e injustamente como “homicidas de Jesucristo”.
De hecho las luchas inmisericordes en la humanidad por motivos raciales, religiosos, étnicos y de toda índole, han manchado a la humanidad con una huella indeleble de muerte, desolación y miseria. Millones de personas han muerto producto de tantas divisiones. Hoy mismo estamos al borde de una nueva guerra en el medio oriente entre iraníes, británicos y estadounidenses; pero Latinoamérica no escapa al sello diabólico de la amenaza latente y potencial, de guerras internas entre hermanos de un mismo pueblo, todo gracias a los intereses, apetencias y a la ceguera colectiva de nuestros dirigentes y gobiernos, que parecieran que tuvieran como principal lema, saciar sus odios viscerales y sus enfermizas ambiciones de poder.
Pero nuestro Señor Jesucristo no nos enseñó que la guerra entre los hombres fuese el sendero hacia la paz. El lema de que “se justifica luchar y combatir por alcanzar la paz” a lo mejor pueda ser catalogado como eslogan pegajoso, atractivo, seductor y hasta noble, pero absolutamente jamás podrá estar en concordancia con las “Sagradas Escrituras”, con las enseñanzas y la palabra de Dios.
Jesucristo nos enseñó como soportar, tolerar las ofensas, las agresiones, las persecuciones, con la ilusión de un extraordinario evento próximo: Su triunfal retorno como Rey de reyes, instante en el que los cristianos recibiremos su reivindicación y recompensa. El auténtico sendero de existencia plenamente cristiana, exactamente como se establece en “La Santa Palabra de Dios consagrada en la Biblia”, es el único rumbo seguro para lograr la paz perpetua, la paz interior individualmente experimentada por cada alma personalidad, y la paz colectiva de toda la humanidad. Se trata de un rumbo que no realiza el mal y no reclama sus derechos a expensas de los demás; por el contrario, supone la preocupación sincera por los otros, por nuestros hermanos, que nos anima a compartir los dones de Dios. La poderosa fortaleza de este rumbo radica en la convicción personal de cada uno, en la fe individual, de quienes creen verdaderamente y con gran devoción, en el gran poder de su autor, para cumplir sus promesas.
Los auténticos cristianos, junto a su “Padre Celestial” tendrán siempre garantizado el triunfo final. El Amor, que el apóstol Juan equipara con Dios (I Jn. 4:8), brinda un poder que trasciende lo inmediato y conduce a la eternidad. La máxima victoria cristiana será total y definitiva. Jesús predijo la persecución de sus seguidores y aun el martirio: “Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:20). Sin embargo, les hizo la promesa de la gran victoria final en su retorno, nunca antes.
Millones de personas tal vez estarían contestes en la idea de que se justificaría morir por garantizar la paz; pero Jesús igualmente nos enseñó que “por la paz vale la pena vivir” , y por eso nos dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9).
Pero la auténtica paz no será lograda, ni alcanzada permanentemente por la humanidad por la sola circunstancia de anhelarla o aguardarla; y mucho menos, será alcanzada y garantizada a través de la guerra, en este mundo corroído y separado por el odio, asechado, y hostigado por Satanás para imponer su plan de degeneración. La verdadera paz debe surgir de nuestras almas, de nuestro mundo interno; será el resultado de un cambio individual de mentalidad y corazón. Siempre repetimos que hay dos maneras de hacer las cosas: “O mal o bien”, o lo que es lo mismo, “correctas o incorrectas”, así de sencillo.
Se trata entonces de asumir la actitud correcta, de hacer el bien, esa actitud correcta que proviene de nuestro interior, del alma, del espíritu, en base a nuestras profundas convicciones de fe, se expresan, se exteriorizan y se concretan en acciones. Es tan simple como lo que nos dijo el Apóstol Pablo: “Tengan ustedes la misma manera de pensar que tuvo Cristo Jesús” (Filipenses 2: 5) ¿sencillo verdad?
Pero la correcta actitud no es habitual ni normal para buena parte de los humanos que poblamos la tierra. Quienes están separados de Dios, no desean transitar por el rumbo que nos conduciría a la paz perdurable, por el contrario, no conocen en su interior otra forma de ver la vida que el de su propio egoísmo y mezquindad. Además, la auténtica paz se fundamenta y establece sobre el verdadero amor. Ese amor que produce la paz se expresa y exterioriza manifestándose en los seres humanos que tienen al maestro Jesucristo viviendo en ellas, dentro de si, a través del espíritu santo. Jesús les dijo a sus discípulos: “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
¿Entonces habrá por fin “paz en el mundo”? La paz está en nuestro interior, se encuentra contenida en los corazones de millones de personas pacíficas que anhelamos instaurarla para siempre en la humanidad, pero no será gratuita, no nos será regalada, debemos conquistarla peleando en la batalla interminable de nuestras vidas, luchando por impedirle al Diablo y a sus fieles encarnizados servidores oscuros de perdición, que logre instaurar su ley de violencia, odio y muerte, e impedirle prevalecer sobre el bien.
La paz ya está entre nosotros en parte, representada en carne viva en la existencia y obras de los auténticos cristianos. ¡Pero también habrá paz mundial! La paz se iniciará en el momento en que el Rey de la paz, Jesucristo vivo resucitado, que está con todos nosotros en nuestras consciencias, en nuestros corazones y en nuestras almas, retorne al mundo para instaurar el reino de Dios, cumpliéndose su promesa, es nuestra esperanza eterna.
La paz en la tierra, para los hombres de buena voluntad no es un paradigma fenecido. La paz está garantizada y tendrá la certeza de un nuevo amanecer del día siguiente, porque su luz encendida prevalece en el alma de todos los auténticos cristianos discípulos de Jesús. Vale la pena vivir por la paz y luchar contra el mal y el odio, se justifica la existencia viviendo para y por los demás, dar la vida por la paz, vivir para alcanzarla en la humanidad, e instaurarla en nuestros corazones y en el mundo para siempre.
Hay quienes estiman un privilegio honorífico, participar en la guerra para cobrarse las injusticias y alcanzar la paz en nombre del Creador y su patria. Algunos acuden a los conflictos bélicos persuadidos de que el padre Celestial los auxiliará y liberará, y piensan que están combatiendo por su ideal de Dios, pelean por sus principios, ideologías, difunden eslogan, como “patria o muerte”, pero siempre justifican la violencia por sus ideas.
La historia está cargada de ejemplos, que dan testimonio de que el mundo ha sido enturbiado por las luchas fraticidas sangrientas, entre protestantes y católicos. Muchos han rendido sus vidas, derramado su sangre defendiendo a uno y a otro bando. Los judíos fueron perseguidos, ultrajados, mancillados, aniquilados en masa, por el oprobioso holocausto nazi, han sido víctimas de agresiones terribles en distintos episodios, por algunos que los han calificado y emblematizado demencial e injustamente como “homicidas de Jesucristo”.
De hecho las luchas inmisericordes en la humanidad por motivos raciales, religiosos, étnicos y de toda índole, han manchado a la humanidad con una huella indeleble de muerte, desolación y miseria. Millones de personas han muerto producto de tantas divisiones. Hoy mismo estamos al borde de una nueva guerra en el medio oriente entre iraníes, británicos y estadounidenses; pero Latinoamérica no escapa al sello diabólico de la amenaza latente y potencial, de guerras internas entre hermanos de un mismo pueblo, todo gracias a los intereses, apetencias y a la ceguera colectiva de nuestros dirigentes y gobiernos, que parecieran que tuvieran como principal lema, saciar sus odios viscerales y sus enfermizas ambiciones de poder.
Pero nuestro Señor Jesucristo no nos enseñó que la guerra entre los hombres fuese el sendero hacia la paz. El lema de que “se justifica luchar y combatir por alcanzar la paz” a lo mejor pueda ser catalogado como eslogan pegajoso, atractivo, seductor y hasta noble, pero absolutamente jamás podrá estar en concordancia con las “Sagradas Escrituras”, con las enseñanzas y la palabra de Dios.
Jesucristo nos enseñó como soportar, tolerar las ofensas, las agresiones, las persecuciones, con la ilusión de un extraordinario evento próximo: Su triunfal retorno como Rey de reyes, instante en el que los cristianos recibiremos su reivindicación y recompensa. El auténtico sendero de existencia plenamente cristiana, exactamente como se establece en “La Santa Palabra de Dios consagrada en la Biblia”, es el único rumbo seguro para lograr la paz perpetua, la paz interior individualmente experimentada por cada alma personalidad, y la paz colectiva de toda la humanidad. Se trata de un rumbo que no realiza el mal y no reclama sus derechos a expensas de los demás; por el contrario, supone la preocupación sincera por los otros, por nuestros hermanos, que nos anima a compartir los dones de Dios. La poderosa fortaleza de este rumbo radica en la convicción personal de cada uno, en la fe individual, de quienes creen verdaderamente y con gran devoción, en el gran poder de su autor, para cumplir sus promesas.
Los auténticos cristianos, junto a su “Padre Celestial” tendrán siempre garantizado el triunfo final. El Amor, que el apóstol Juan equipara con Dios (I Jn. 4:8), brinda un poder que trasciende lo inmediato y conduce a la eternidad. La máxima victoria cristiana será total y definitiva. Jesús predijo la persecución de sus seguidores y aun el martirio: “Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:20). Sin embargo, les hizo la promesa de la gran victoria final en su retorno, nunca antes.
Millones de personas tal vez estarían contestes en la idea de que se justificaría morir por garantizar la paz; pero Jesús igualmente nos enseñó que “por la paz vale la pena vivir” , y por eso nos dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9).
Pero la auténtica paz no será lograda, ni alcanzada permanentemente por la humanidad por la sola circunstancia de anhelarla o aguardarla; y mucho menos, será alcanzada y garantizada a través de la guerra, en este mundo corroído y separado por el odio, asechado, y hostigado por Satanás para imponer su plan de degeneración. La verdadera paz debe surgir de nuestras almas, de nuestro mundo interno; será el resultado de un cambio individual de mentalidad y corazón. Siempre repetimos que hay dos maneras de hacer las cosas: “O mal o bien”, o lo que es lo mismo, “correctas o incorrectas”, así de sencillo.
Se trata entonces de asumir la actitud correcta, de hacer el bien, esa actitud correcta que proviene de nuestro interior, del alma, del espíritu, en base a nuestras profundas convicciones de fe, se expresan, se exteriorizan y se concretan en acciones. Es tan simple como lo que nos dijo el Apóstol Pablo: “Tengan ustedes la misma manera de pensar que tuvo Cristo Jesús” (Filipenses 2: 5) ¿sencillo verdad?
Pero la correcta actitud no es habitual ni normal para buena parte de los humanos que poblamos la tierra. Quienes están separados de Dios, no desean transitar por el rumbo que nos conduciría a la paz perdurable, por el contrario, no conocen en su interior otra forma de ver la vida que el de su propio egoísmo y mezquindad. Además, la auténtica paz se fundamenta y establece sobre el verdadero amor. Ese amor que produce la paz se expresa y exterioriza manifestándose en los seres humanos que tienen al maestro Jesucristo viviendo en ellas, dentro de si, a través del espíritu santo. Jesús les dijo a sus discípulos: “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
¿Entonces habrá por fin “paz en el mundo”? La paz está en nuestro interior, se encuentra contenida en los corazones de millones de personas pacíficas que anhelamos instaurarla para siempre en la humanidad, pero no será gratuita, no nos será regalada, debemos conquistarla peleando en la batalla interminable de nuestras vidas, luchando por impedirle al Diablo y a sus fieles encarnizados servidores oscuros de perdición, que logre instaurar su ley de violencia, odio y muerte, e impedirle prevalecer sobre el bien.
La paz ya está entre nosotros en parte, representada en carne viva en la existencia y obras de los auténticos cristianos. ¡Pero también habrá paz mundial! La paz se iniciará en el momento en que el Rey de la paz, Jesucristo vivo resucitado, que está con todos nosotros en nuestras consciencias, en nuestros corazones y en nuestras almas, retorne al mundo para instaurar el reino de Dios, cumpliéndose su promesa, es nuestra esperanza eterna.
La paz en la tierra, para los hombres de buena voluntad no es un paradigma fenecido. La paz está garantizada y tendrá la certeza de un nuevo amanecer del día siguiente, porque su luz encendida prevalece en el alma de todos los auténticos cristianos discípulos de Jesús. Vale la pena vivir por la paz y luchar contra el mal y el odio, se justifica la existencia viviendo para y por los demás, dar la vida por la paz, vivir para alcanzarla en la humanidad, e instaurarla en nuestros corazones y en el mundo para siempre.
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