POR:TRINO MÁRQUEZ.
Con la caída de los precios del crudo y la escasez, presenciamos el fracaso del socialismo petrolero.
El ataque del Gobierno a los productores de arroz y la forma como el Ejecutivo intenta resolver los cuellos de botella que se han creado en la generación y distribución de ese y otros alimentos de consumo masivo, nos alerta acerca de cuál es el camino que seguirá para intentar reducir los costos de su desacertada e irresponsable política económica, en cuyo centro se encuentra el acoso sistemático a la propiedad privada y a los empresarios particulares.
Desde hace varios años, cuando comenzó la onda expansiva de los precios petroleros y el gasto público fue ampliando la capacidad de consumo de los sectores más pobres, numerosos economistas le advirtieron al Presidente de la República que era necesario fortalecer la producción privada de bienes y servicios, pues la escasez que comenzaba a asomarse en los mercados populares y en los automercados de la clase media, se debía a la brecha que se había abierto entre esa capacidad en aumento y la imposibilidad del aparato productivo interno para satisfacerla. Según los diagnósticos de los cerebros más sensatos, constituía una contradicción poner un pie en acelerador de la demanda, mientras el otro se colocaba en las restricciones a la oferta. El jefe de Estado desatendió estos sanos consejos extraídos de la historia nacional y de la experiencia de otros países, y prefirió optar por su socialismo del siglo XXI, modelo donde se violan todas las leyes de mercado, se atropella la libre empresa y la iniciativa privada, mientras se socializan la pequeña y la mediana producción industrial y agrícola, y se estatizan las llamadas industrias estratégicas, con el petróleo colocado como punta de lanza.
Desde hace varios años, cuando comenzó la onda expansiva de los precios petroleros y el gasto público fue ampliando la capacidad de consumo de los sectores más pobres, numerosos economistas le advirtieron al Presidente de la República que era necesario fortalecer la producción privada de bienes y servicios, pues la escasez que comenzaba a asomarse en los mercados populares y en los automercados de la clase media, se debía a la brecha que se había abierto entre esa capacidad en aumento y la imposibilidad del aparato productivo interno para satisfacerla. Según los diagnósticos de los cerebros más sensatos, constituía una contradicción poner un pie en acelerador de la demanda, mientras el otro se colocaba en las restricciones a la oferta. El jefe de Estado desatendió estos sanos consejos extraídos de la historia nacional y de la experiencia de otros países, y prefirió optar por su socialismo del siglo XXI, modelo donde se violan todas las leyes de mercado, se atropella la libre empresa y la iniciativa privada, mientras se socializan la pequeña y la mediana producción industrial y agrícola, y se estatizan las llamadas industrias estratégicas, con el petróleo colocado como punta de lanza.
Con el fin de resolver la tensión entre el crecimiento sostenido de la demanda y la reducción de la oferta interna, el Gobierno apeló al tradicional método de la economía de puertos, instrumentado por los gobiernos anteriores en épocas de bonanza. Afincado en la montaña de divisas que le entraban por la venta internacional del crudo, optó por importar carne de Argentina, caraotas de Centroamérica, azúcar de Colombia. Debido a que el primer mandatario se imaginó que los precios del crudo seguirían creciendo hasta alcanzar los $200 por barril en poco tiempo, no se preocupó por fortalecer la producción doméstica. Al contrario, la debilitó hasta dejarla casi exangüe. El rígido control (congelamiento) de precios, las regulaciones asfixiantes, el prolongado control de cambio, los costos operativos crecientes y el clima de incertidumbre permanente, han abatido a los empresarios, sean grandes o pequeños. En la actualidad Venezuela ocupa los últimos lugares del planeta en todo cuanto se refiere a libertades económicas y a derechos de propiedad. Estos desaciertos y exabruptos se han traducido en la reaparición de la escasez y desabastecimiento de alimentos, como el arroz, que los venezolanos consumen masivamente.
La respuesta frente a la insuficiencia de la oferta es la típica de los regímenes autoritarios con vocación comunista: acusar al capital privado. En vez de aplicar los instrumentos democráticos basados en el diálogo y los acuerdos concertados para revisar la estructura de costos, fijar los precios y definir las metas de producción, el Gobierno actúa como si los empresarios fuesen delincuentes que ex profeso explotan al pueblo mediante la obtención de ganancias desmedidas e indebidas. Los señala como culpables de antemano. La manida tesis de la lucha de clases es ondeada y utilizada como añagaza para ocultar la enorme ineficiencia de la propuesta socialista, que el primer mandatario se propone imponer en el país. Lo que estamos presenciando con la caída de los precios de los hidrocarburos y el rebrote de la escasez, es el fracaso del socialismo petrolero, basado en la planificación central, el autoritarismo y la exclusión sistemática de la libre iniciativa. La montaña de petrodólares de la que dispuso el Gobierno durante los años recientes, no le sirvió para fortalecer el aparato productivo de la nación. Ante la debacle apela al arma de la amenaza y la represión. Nada nuevo: socialismo del bueno.
Los problemas de abastecimiento que el país confronta sólo pueden superarse mediante un conjunto coherente de medidas económicas, fiscales y legales que creen el clima de confianza y estabilidad requerido por la inversión privada, tanto foránea como doméstica. Sin embargo, cuesta creer que este Gobierno pueda adoptarlas. El socialismo ha macerado un arroz con mango.
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